mercredi 12 novembre 2008

Texte pour le cours de traduction des essais de Jean-Marc Buiguès


Uno de los caracteres que más poderosamente llaman la atención en la heterodoxia española de todos tiempos, es su falta de originalidad; y esta pobreza de espíritu propio sube de punto en nuestros contemporáneos y en sus inmediatos predecesores. Si alguna novedad, aunque relativa, y sólo por lo que hace a la forma del sistema, lograron Servet y Miguel de Molinos, lo que es de nuestros disidentes del pasado y presente siglo, bien puede afirmarse, sin pecar de injusticia o preocupación, que se han reducido al modestísimo papel de traductores y expositores, en general malos y atrasados, de lo que fuera de aquí estaba en boga. Siendo, pues, la heterodoxia española ruin y tristísima secuela de doctrinas e impulsos extraños, necesario es dar idea de los orígenes de la impiedad moderna, de la misma suerte que expusimos los antecedentes de la Reforma antes de hablar de los protestantes españoles del siglo XVI. La negación de la divinidad de Cristo es la grande y capital herejía de los tiempos modernos; aplicación lógica del libre examen, proclamado por algunos de los corifeos de la Reforma, aunque ninguno de ellos calculó su alcance ni sus consecuencias, ni se arrojó a negar la autoridad de la revelación. Las herejías parciales, aisladas, sobre tal o cual punto del dogma, las sutilezas dialécticas, las controversias de escuela, no son fruto de nuestra era. El que en los primeros siglos cristianos se [p. 8] apartaba de la doctrina de la Iglesia en la materia de Trinidad, o en la de Encarnación, o en la de justificación, no por eso contradecía en los demás puntos el sentir ortodoxo, ni mucho menos negaba el carácter divino de la misma Iglesia y de su Fundador. Por el contrario, la herejía moderna es radical y absoluta herejía sólo en cuanto nace de la Cristiandad; apostasía, en cuanto sus sectarios reniegan de todos los dogmas cristianos, cuando no de los principios de la religión natural y de las verdades que por sí puede alcanzar el humano entendimiento. Esta es la impiedad moderna en sus diversos matices de ateísmo, deísmo, naturalismo, idealismo, etc. La filiación de estas sectas se remonta mucho más allá del Cristianismo, y al lado del Cristianismo han vivido siempre, más o menos oscurecidas, y saliendo rara vez a la superficie, antes del siglo XVII. Todos los yerros de la filosofía gentil, todas las aberraciones y delirios de la mente humana,entregada a sus propias fuerzas, entibiadas y enflaquecidas por la pasión y la concupiscencia, tuvieron algunos, si bien rarísimos, sectarios, aun en los siglos más oscuros de la Edad Media. ¿Qué son sino indicios y como primeras vislumbres del positivismo-o empirismo moderno las teorías de Roscelino y de otros nominalistas de la Edad Media, menos audaces que su maestro? ¿No apunta el racionalismo teológico en Abelardo? Y esto antes de la introducción de los textos orientales, y antes del influjo de árabes y judíos, inspiradores del panteísmo de Amaury de Chartres y David de Dinant, los cuales redujeron la alta doctrina emanatista de la Fuente de la vida, de Avicebron, a fórmulas ontológicas brutales y precisas, sacando de ellas hasta consecuencias sociales, y dando a su filosofía carácter popular, por donde vino a ser eficacísimo auxiliar de la rebelión albigense. Pero entre todos los pensadores de raza semítica importados a las escuelas cristianas, ninguno influyó tanto ni tan desastrosamente como Averroes, no sólo por sus doctrinas propias, del intellecto uno o de la razón impersonal, y de la eternidad del mundo, sino por el apoyo que vino a prestar su nombre a la impiedad grosera y materialista de la corte de Federico II y de los últimos Hohenstaufen. La fórmula de esta escuela, primer vagido de la impiedad moderna, es el título de aquel fabuloso libro De tribus impostoribus, o el cuento [p. 9] de los tres anillos de Boccaccio. Esta impiedad averroísta, que en
España sólo tuvo un adepto, y muy oscuro, y que de la universidad de París fué desarraigada, juntamente con el averroísmo metafísico y serio, por los gloriosos esfuerzos de Santo Tomás y de
toda la escuela dominicana, floreció, libre y lozana en Italia, corroyendo las entrañas de aquella
sociedad mucho más que el tan decantado paganismo del Renacimiento. El Petrarca, maestro de los humanistas, detestó y maldijo la barbarie de Averroes: complaciéronse los artistas cristianos en pintarle oprimido y pisoteado por el Ángel de las Escuelas; pero, así y todo, el comentador imperó triunfante, no en las aulas de Florencia, iluminadas por la luz platónica que volvían a encender Marsilio Ficino y los comensales del magnífico Lorenzo, sino en Bolonia y en Padua, foco de los estudios jurídicos y en la mercantil y algo positivista Venecia. Al mismo tiempo que con la Reforma, tuvo que lidiar la Iglesia en el siglo XVI contra los esfuerzos, todavía desligados e impotentes, de éstas más radicales heterodoxias, que, por serlo tanto, no lograban prestigio en el ánimo de las muchedumbres, y eran alimento de muy pocos y solitarios pensadores, odiados igualmente por católicos y protestantes. Fuera del averroísmo, que en las Universidades ya citadas tuvo cátedras hasta mediados del siglo XVII, y en Venecia impresores a su devoción, a pesar de lo largo y farragoso de aquellos comentarios y del menosprecio creciente en que iban cayendo el estilo y las formas de la Edad Media, lo que es en cuanto a las demás impiedades, no se descubre rastro de escuela ni tradición alguna. Negó Pomponazzi la inmortalidad del alma, porque no la encontraba en Aristóteles, según su modo de entenderle, ni menos en su comentador Alejandro de Afrodisia; condenó sus ideas el Concilio Lateranense de 1512; impugnáronlas Agustín Nifo y otros muchos, y realmente tuvieron poco séquito, cayendo muy luego en olvido, hasta tal punto, que sólo muy tímidas y embozadas proposiciones materialistas, y éstas en autores oscurísimos, pueden sacarse de la literatura italiana de los siglos XVI y XVII. Más dañosa fué la inmoralidad política de Maquiavelo, basada toda en el interés personal y en aquella inicua razón de Estado, sin Dios ni ley, que tantos desafueros y perfidias ha cubierto en el mundo. Los libros del secretario florentino fueron el catecismo de los [p. 10] políticos de aquella edad, y aunque sea cierto que Maquiavelo no ataca de frente, y a cara descubierta, el Cristianismo, no lo es menos que en el fondo era, más que pagano, impío, no sólo por aquella falsa idea suya de que la fe había enflaquecido y enervado el valor de los antiguos romanos, y dado al traste con su imperio y con la grandeza italiana, sino por su abierta incredulidad en cuanto al derecho natural y al fundamento metafísico de la justicia; por donde venía a ser partidario de aquellas doctrinas que hicieron arrojar de Roma a Carneades, y progenitor de todas las escuelas utilitarias que, desde Bentham, y antes de Bentham, han sido lógica consecuencia del abandono, de la negación o del extravío de la filosofía primera. Todo sistema sin metafísica está condenado a no tener moral. Vanas e infructuosas serán cuantas sutilezas se imaginen para fundar una ética y una política sin conceptos universales y necesarios de lo justo y de lo injusto, del derecho y del deber, ora lo intente Maquiavelo a fuerza de experiencia mundana y de observación de los hechos, ora pretenda sistematizarlo Littré en su grosera doctrina del egoismo y del otroísmo.

Marcelino Menéndez y Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, 1880-1882

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