vendredi 15 mai 2009

Votre version de la semaine, Abad

En photo : El Tren de los momentos.... par pauliten

Cette semaine, la version est à faire par tout le monde… (à rendre au plus tard vendredi prochain).

Viaje con turbulencias
par Mercedes Abad

No siempre puede uno saber con diáfana claridad lo que desea. Pero ese día las cosas eran más sencillas de lo habitual. Mis aspiraciones existenciales habían quedado reducidas a una sola. Si me hubiera propuesto confeccionar una lista inspirada en los Cuarenta Principales con mis sueños, afanes y deseos, mi fracaso habría sido rotundo, pues los 39 restantes no aparecían por parte alguna, y la energía que de otro modo se habría repartido a escote entre 40 deseos se concentraba en un solo objeto. Al saberse en tan encumbrada posición, mi deseo, inicialmente sensato y modesto, se había convertido en el más absorbente, imperioso y despótico de los afanes.
Decidida a satisfacerlo cuanto antes, resolví suspender durante unas horas toda relación con la realidad objetiva. Me fui a la estación del ferrocarril y compré siete benditas horas de aislamiento y soledad en forma de billete de ida y vuelta a Zaragoza.
Tuve suerte ; después de recorrer todo el convoy, encontré un compartimiento vacío en el último vagón. Me arrellané en la butaca más cercana a la ventanilla y, con una sonrisa de estúpida beatitud, saqué de mi bolso el objeto de mi deseo, una novela apasionante a la que por fin podría dedicarle la atención que merecía sin los impedimentos que una suerte cruel se había empecinado en poner en mi camino durante las dos semanas anteriores con una perfidia sin precedentes. Antes de zambullirme de lleno en la lectura, aspiré los penetrantes efluvios del papel y la tinta y calculé que en el curso de aquel paréntesis de libertad temerariamente arrancado a mis responsabilidades podría leer unas 200 páginas, tal vez más.
Estaba ya inmersa en el fascinante mundo que el autor había creado (para mí, para mí) cuando un tipo irrumpió en el compartimiento. Exhalé un grito y pegué un brinco en mi asiento. Avergonzada, pasé casi sin transición a la clase de risita ofuscada con que uno se ríe cuando acaba de hacer un ridículo espantoso. Pero el tipo ni siquiera esbozó una sonrisa. Rígido y tenso, farfulló una disculpa por haberme asustado y se sentó frente a mí.
Me dije que la irrupción de mi compañero de viaje era un contratiempo menor; dos pasajeros obstinados en charlar habrían supuesto una amenaza infinitamente mayor.
Así que regresé a mi libro y retrocedí unas cuantas frases con ánimo de no perder el hilo de la historia. Apenas acababa de concentrarme cuando el tipo empezó a agitar un pie. De forma maquinal, mis ojos abandonaron la letra impresa, imantados por aquel pie y su espasmódico y exasperante movimiento. El hombre debió de percibir un destello de desaprobación en mi mirada porque el pie dejó bruscamente de moverse.
Tres o cuatro líneas después, mi vecino volvió a las andadas. Cruzó y descruzó varias veces las piernas desplazando mucho aire al hacerlo. Parecía estar incómodo no ya en su asiento, sino en el mundo. Luché con denuedo para amarrarme mentalmente a la novela, pero el sortilegio se había roto. La voluptuosa cadencia de las frases, que minutos antes me permitía saborear la textura y el sentido exactos de cada palabra, se había desdibujado para dejar paso a un magma informe y confuso cuyo sentido no alcanzaba a penetrar. Ni que decir tiene que seguí intentándolo. Pero empezaba acomprender que el desasosiego de aquel hombre pertenecía a una especie altamente contagiosa ; no sólo no dejaba ni un minuto de agitarse y de rebullir en su asiento, sino que de algún modo se las ingeniaba para provocar en mí una exagerada conciencia de todos sus movimientos, como si repercutieran en mi propio cuerpo segregando oleadas de malestar físico. Se rascaba, se atusaba el bigote, descruzaba y cruzaba las piernas, regresando así a su posición inicial; se frotaba las manos, suspiraba, agitaba ora un pie, ora el otro, tamborileaba en la butaca. A veces, combinaba dos o tres movimientos al mismo tiempo.
Cerré el libro con un golpe involuntariamente violento y nuestras miradas, más que encontrarse, chocaron. Percibí en sus ojos una expresión lastimera que hostigó mi creciente aversión por aquel desconocido. Ni siquiera sabía quién era y ya las circunstancias sembraban la discordia entre nosotros.
Contemplé la posibilidad de cambiar de compartimiento, pero recordé que todos iban llenos. Incluso acaricié la idea de bajar en la siguiente estación y coger cualquier otro tren; a fin de cuentas, me traía sin cuidado ir a Zaragoza, a Madrid o a Valencia. Pero de pronto me vi a mí misma saltando de tren en tren, obsesionada por encontrar el compartimiento vacío y tranquilo que un hado cruel y burlón se complacía en negarme y la imagen me pareció opresivamente absurda.
Volví la vista hacia el paisaje que desfilaba a toda velocidad. Era muy feo; apenas si se veía otra cosa que horrendas fábricas sepultadas bajo toneladas de mugre y envueltas en ominosas espirales de negra humareda; sin embargo, me pareció reconfortante. Estaba a punto de sonreír ante lo estúpido de aquella situación cuando, de pronto, el tipo se dirigió a mí.
Me juzga usted, ¿ verdad ?
Disparó su acusación con voz de insecto. De pronto, me veía sentada en el banquillo, juzgada por haber juzgado. Estaba tan anonadada que tardé en poder articular palabra.
¿ Cómo dice ?
Digo que me está usted juzgando.
Tenía voz de insecto, y también los ojos, redondos y saltones, recordaban los de una mosca. Y era tan bajito que los pies no le llegaban al suelo.
¿ Que yo lo juzgo ? ¿ Por qué iba a juzgarlo ?
Mis palabras se me revelaron en su absoluta estupidez no bien las hube pronunciado. Obedecían, es cierto, a una lógica aplastante. Pero encerraban también una flagrante impostura. Estaba desconcertada. Me daba cuenta, por otra parte, de que seguirle el juego a aquel hombrecillo era un disparate.
No me negará que le ataco los nervios, que mi simple presencia la incomoda y que no le resulto simpático.
Óigame. Ni niego ni afirmo. Sencillamente, no entiendo lo que pretende usted.
Sólo pretendo – fue su asombrosa respuesta – que sea usted sincera.
Aquélla era una de las situaciones más enrarecidamente absurdas en las que me había visto involucrada. Me dije que aquel tipo era un insecto que, al caer en una tela de araña, se las ingeniaba para apoderarse de la voluntad de su verdugo con el arma infalible del chantaje sentimental. Él era débil y yo fuerte ; sin embargo, conseguía que me tambaleara en la cuerda floja.
¿ Y si no quiero ser sincera ? Nadie puede obligarme.
Pero me equivocaba al pensar que con esto zanjaría el asunto.
Tiene razón – contraatacó el tipo – ; sólo una íntima noción de la decencia, que se tiene o no se tiene, puede impelirlo a uno a ser sincero. Y usted carece de la menor noción de decencia.
Muy bien : soy indecente, hipócrita, miserable ; una auténtica piltrafa humana, lo que usted quiera; le doy permiso para aplicarme cuantos improperios le vengan a la cabeza. El problema es que, a diferencia de lo que le pasa a usted, a mí me trae sin cuidado su opinión. Me importa un pito caerle bien o asquerosamente mal. Lo único que quiero es acabar con esta discusión absurda. ¿ Me entiende ?
Sin duda, me había excedido en mi deseo de zaherirlo. Empecé a sentirme culpable y, al mismo tiempo, me irritó sentirme culpable.
Claro — volvió a embestir, pero cambiando el tono dolido y acusador por otro tranquilo y frío, ominoso en su extraña calma —, el mundo gira en torno a usted. O, mejor dicho: está a sus pies, como un felpudo que aguardara con absoluta mansedumbre a que usted lo pisotee cuando le venga en gana. Quería usted leer, ahora me doy cuenta. Es usted una persona educada, culta y sensible que sólo pretendía leer una novelita. Y en ésas entro yo, un hombre que tiene la particularidad de estar muy agitado. La molesto. No se pregunta lo que puede pasarme. Ni siquiera se le ocurre pensar que tal vez tengo problemas. Sencillamente, la molesto. Soy una grosera pedorreta procedente de la vida real, algo que le impide a usted entregarse a un mundo de ficción infinitamente más elevado y sublime. Y, puesto que no soy más que una pedorreta, usted no vacila en mostrarme toda su hostilidad y en tratar de aplastarme con la mirada para hacerme sentir inferior e incorrecto. La felicito: ha conseguido su objetivo. Ha lastimado mi amor propio y ahora llevo conmigo una carga de dolor mayor que la que arrastraba hace un rato. Podría fastidiarla con un relato pormenorizado de mis desdichas, pero no se preocupe, se lo ahorraré. Puede usted volver a su libro.
El tipo se calló. Mientras hablaba, había hecho un esfuerzo sobrehumano por construirme una máscara de cínica displicencia. Pero mi deseo de aplastarlo era superior a mí.
Sus desdichas, caballero, me importan un rábano. Podría usted morirse aquí mismo sin que moviera un dedo para ayudarlo.
Sin otra cosa que añadir, nos miramos fija e intensamente durante largo rato. Hacía apenas media hora éramos dos perfectos desconocidos cuyas trayectorias vitales no se habían cruzado. Pero ahora nos odiábamos como sólo pueden odiarse dos seres humanos.

***

Nathalie nous propose sa traduction :

Voyage avec turbulences

On ne peut pas toujours savoir de façon claire et nette ce que l'on souhaite. Mais, ce jour-là, les choses étaient plus simples que d'habitude. Toutes mes aspirations existentielles se trouvaient réduites à une seule. Si j'avais entrepris d'élaborer une liste inspirée du top 40 de mes rêves, de mes désirs et de mes souhaits, mon échec aurait été retentissant, car les 39 éléments restants n'apparaissaient nulle part, et l'énergie qui, autrement, se serait répartie équitablement entre les 40 souhaits, se concentrait sur un seul et même objet. Sachant qu'il occupait une position aussi élevée, mon souhait, sensé et modeste au départ, était devenu le plus absorbant, le plus impérieux et le plus despotique des désirs.
Résolue à le satisfaire au plus vite, je décidai de suspendre, l'espace de quelques heures, tout contact avec la réalité objective. J'allai à la gare de chemin de fer et j'achetai sept heures bénies d'éloignement et de solitude sous la forme d'un billet aller-retour à Zaragosse. J'eus de la chance; après avoir parcouru toute la rame, je découvris un compartiment vide dans le dernier wagon. Je m'installai confortablement sur le siège le plus proche de la fenêtre, et arborant un stupide sourire de béatitude, je sortis de mon sac l'objet de mon désir, un roman passionnant auquel je pourrais consacrer toute l'attention qu'il méritait sans les obstacles qu'un sort cruel s'était acharné à mettre sur mon chemin ces deux dernières semaines, avec une perfidie sans précédent. Avant de m'absorber totalement dans la lecture, j'inspirai les effluves pénétrantes du papier et de l'encre et je calculai qu'au cours de cette parenthèse de liberté témérairement arrachée à mes responsabilités, je pourrais lire quelques 200 pages, peut-être plus.
J'étais déjà plongée dans le monde fascinant que l'auteur avait créé (pour moi, rien que pour moi) lorsqu'un type fit irruption dans le compartiment. Je poussai un cri et fis un bond sur mon siège. Honteuse, je passai presque sans transition à cette espèce de petit rire offusqué auquel on a recours quand on vient de se ridiculiser affreusement. Mais le type n'esquissa pas le moindre sourire. Raide et tendu, il s'excusa, en bredouillant, de m'avoir fait sursauter et s'assit en face de moi.
Je me dis que l'irruption de mon compagnon de voyage était un léger contretemps; deux passagers bien décidés à bavarder auraient représenté une menace infiniment plus grande. Aussi, je retournai à mon livre et je relus quelques phrases afin de ne pas perdre le fil de l'histoire. Alors que j'étais déjà concentrée, le type se mit à agiter son pied. Machinalement, mes yeux abandonnèrent les mots imprimés sur le papier, comme aimantés par ce pied et son mouvement spasmodique et exaspérant. L'homme dut percevoir un éclair de désapprobation dans mon regard : son pied cessa brusquement de s'agiter. Quelques lignes plus loin, mon voisin repartit de plus belle. Il croisa et décroisa ses jambes à plusieurs reprises, déplaçant beaucoup d'air à chaque fois. Il semblait mal à l'aise, non pas sur son siège mais dans la vie en général. Je luttai avec courage pour m'accrocher mentalement à mon roman, mais le charme était rompu. La voluptueuse cadence des phrases, qui, quelques minutes plus tôt, me permettait de savourer la texture et le sens exacts de chaque mot, s'était évaporée pour laisser place à un magma informe et confus dont je ne parvenais pas à pénétrer le sens. Inutile de dire que j'essayai encore malgré tout. Mais je commençais à comprendre que l'agitation de cet homme appartenait à une espèce hautement contagieuse; non seulement il ne cessait pas un seul instant de remuer et de s'agiter sur son siège, mais il s'arrangeait, en quelque sorte, pour provoquer en moi une conscience exagérée de tous ses mouvements, comme s'ils se propageaient dans mon propre corps, générant des ondes de mal-être physique. Il se grattait, lissait sa moustache, croisait et décroisait ses jambes, retrouvant ainsi sa position initiale; il se frottait les mains, soupirait, agitait soit un pied, soit l'autre, tambourinait sur le bras du fauteuil. Parfois, il combinait deux ou trois mouvements à la fois.
Je fermai mon livre d'un coup qui ne se voulait pas violent et nos regards firent plus que se rencontrer : ils s'entrechoquèrent. Je perçus dans ses yeux une expression plaintive qui redoubla mon aversion croissante envers cet inconnu. Je ne savais même pas qui il était et déjà, les circonstances semaient la discorde entre nous.
J'envisageai un instant la possibilité de changer de compartiment mais je me rappelai qu'ils étaient tous pleins. Je caressai même l'idée de descendre à la prochaine gare et de monter dans n'importe quel autre train; finalement, peu m'importait d'aller à Zaragosse, Madrid ou Valence. Mais tout à coup, je me vis en train de sauter de train en train, obnubilée par l'idée de trouver un compartiment vide et tranquille qu'un sort cruel et moqueur se complaisait à me refuser et cette vision me parut absurde et oppressante.
Je reportai mon attention sur le paysage qui défilait à toute vitesse. Il était très laid; c'est à peine si on voyait autre chose que d'horribles usines ensevelies sous des tonnes de saleté et enveloppées dans d'abominables spirales de fumée noire; cependant, cela me parut réconfortant. J'étais sur le point de sourire devant la stupidité d'une telle situation lorsque, sans crier gare, le type s'adressa à moi.
- Vous me jugez, n'est-ce pas ?
Il lança son accusation avec une voix d'insecte. Dès lors, je me retrouvai assise sur le banc des accusés, jugée pour avoir jugé. J'étais tellement humiliée que je mis un moment avant de pouvoir articuler le moindre mot.
- Qu'est-ce que vous dites ?
- Je dis que vous êtes en train de me juger.
Il avait vraiment une voix d'insecte; même ses yeux, ronds et agités, rappelaient ceux d'une mouche. Et il était si petit que ses pieds ne touchaient pas le sol.
- Je vous juge, moi ? Pourquoi irais-je vous juger ?
Mes paroles m'apparurent dans leur absolue stupidité dès que je les eus prononcées. Elles obéissaient, il est vrai, à une logique implacable. Mais elles renfermaient également une imposture flagrante. J'étais déconcertée. Je me rendais compte, par ailleurs, qu'entrer dans le jeu de ce petit homme était une bêtise.
- Vous ne pouvez pas nier que je vous porte sur les nerfs, que ma seule présence vous incommode et que je ne vous suis nullement sympathique.
- Ecoutez. Je ne confirme ni n'infirme quoi que ce soit. Simplement, je ne comprends pas où vous voulez en venir.
- Je veux seulement vous amener à être sincère - telle fut son étonnante réponse.
C'était une des situations les plus extraordinairement absurdes dans laquelle je m'étais retrouvée. Je me dis que ce type était un insecte, qui, englué dans une toile d'araignée, s'arrangeait pour prendre possession de la volonté de son bourreau avec l'arme infaillible du chantage sentimental. Lui était faible, moi, forte et cependant, il réussissait à me faire danser sur la corde raide.
- Et si je ne veux pas être sincère ? Rien ne peut m'y obliger.
Mais je me trompais en pensant que cela résoudrait le problème.
- Vous avez raison – contre-attaqua le type ; seule une infime proportion de décence, que l'on a ou que l'on a pas, peut vous pousser à être sincère. Et vous ne possédez pas la moindre once de décence.
- Je suis indécente, hypocrite, misérable; une authentique loque humaine, si vous voulez; je vous autorise à m'abreuver de toutes les injures qui vous passent par la tête. Le problème c'est que, contrairement à vous, votre opinion ne me fait ni chaud ni froid. Je me fiche pas mal de vous plaire ou de vous déplaire affreusement. Tout ce que je souhaite, c'est en finir avec cette discussion absurde. Vous comprenez ?
Dans mon désir de l'humilier, j'en avais sans doute trop dit. Je commençai à me sentir coupable et en même temps, j'étais irritée de me sentir coupable.
- Evidemment - riposta-t-il, mais changeant son ton douloureux et accusateur pour un autre, tranquille et froid, d'un calme étrange et insupportable -, le monde tourne autour de vous. Ou plutôt, il est à vos pieds, comme un paillasson qui attendrait avec une mansuétude absolue que vous le piétiniez quand vous en auriez envie. Vous vouliez lire, maintenant je m'en rends compte. Vous êtes une personne bien élevée, cultivée et sensible qui ne demandait qu'à lire son petit roman. Sur ce, j'arrive, moi, un homme qui a la particularité d'être très agité. Je vous dérange. Vous ne vous demandez pas ce qui peut bien m'arriver. Il ne vous vient même pas à l'esprit que j'ai peut-être des problèmes. Je vous dérange, simplement. Je suis un borborygme grossier issu de la vie réelle, quelque chose qui vous empêche de vous plonger dans un monde de fiction infiniment plus élevé et sublime. Et puisque je ne suis qu'un vulgaire borborgyme, vous n'hésitez pas à me montrer toute l'hostilité dont vous êtes capable et à essayer de m'écraser du regard afin que je me sente inférieur et incorrect. Je vous félicite : vous avez atteint votre but. Vous avez blessé mon amour propre et maintenant je porte en moi une charge de douleur plus forte encore que celle que je traînais il y a peu. Je pourrais vous ennuyer avec le récit circonstancié de mes malheurs, mais ne vous inquiétez pas, je ne le ferai pas. Vous pouvez reprendre votre livre.
Le type se tut. Tandis qu'il parlait, il avait produit un effort surhumain pour arborer un masque d'indifférence cynique. Mais mon désir de l'écraser était bien supérieur à lui.
- Vos malheurs, cher monsieur, je n'en ai cure. Vous pourriez mourir ici même que je ne lèverai pas le petit doigt pour vous aider.
Sans rien à ajouter de plus, nous nous regardâmes fixement, intensément, pendant un long moment. Il y a à peine une demi-heure, nous étions deux parfaits inconnus dont les trajectoires vitales ne s'étaient jamais croisées. Mais maintenant, nous nous détestions comme seuls deux êtres humains peuvent le faire.

***

Brigitte nous propose sa traduction :

VERSION MERCEDES ABAD
Un voyage perturbé
On ne peut pas toujours savoir ce qu’on veut avec une clarté diaphane. Mais ce jour-là, les choses étaient plus simples que d’habitude. Mes aspirations existentielles s’étaient réduites à une seule et unique. Si je m’étais proposée de dresser une liste de mes 40 rêves, vœux et désirs, façon hit-parade des « Cuarenta Principales », j’aurais fait un bide total car les 39 autres ne figuraient nulle part, et l’énergie qui, dans le cas contraire, aurait été équitablement répartie entre ces 40 vœux, se trouvait ainsi concentrée sur un seul objet. Se sachant au top du hit-parade, mon désir, à l’origine raisonnable et modeste, était devenu le plus exclusif, impérieux et despotique des désirs.
Déterminée à le satisfaire au plus vite, je décidai alors de couper pendant quelques heures tout contact avec la réalité objective. J’allais à la gare et m’offris sept heures bénies d’isolement et de solitude sous la forme d’un aller retour à Saragosse.
Coup de bol ; après avoir parcouru tout le train, j’ai déniché un compartiment vide dans le dernier wagon. Je me suis calée dans le fauteuil le plus proche de la fenêtre et, avec un sourire de niaise béatitude, j’ai sorti de mon sac l’objet de mon désir : un roman passionnant auquel je pourrais enfin consacrer toute l’attention qu’il méritait sans les obstacles qu’un cruel destin s’était acharné à mettre en travers de ma route depuis deux semaines avec une perfidie sans précédent. Avant de me plonger à fond dans ma lecture, j’ai respiré les effluves pénétrants de papier et d’encre et j’ai calculé que, pendant cette parenthèse de liberté soustraite avec témérité à mes responsabilités, je pourrais lire quelques 200 pages, peut-être plus.
J’étais déjà immergée dans le monde fascinant que l’auteur avait créé (rien que pour moi, pour moi !) lorsqu’un type fit irruption dans le compartiment. Je poussai un cri et fis un bond sur mon siège. Honteuse et confuse, je passai quasiment sans transition à une sorte de petit rire bête comme on en a quand on vient de se rendre totalement ridicule. Mais le type n’esquissa même pas un sourire. Tendu et inquiet, il s’excusa de m’avoir fait peur, en bafouillant, et s’assit en face de moi.
Je me dis alors que l’irruption de mon compagnon de voyage était un contretemps mineur ; deux passagers fermement décidés à discuter auraient supposé une menace infiniment plus grande.
Je revins donc à mon livre et repris ma lecture quelques phrases en arrière avec la ferme intention ne pas perdre le fil de l’histoire. Je venais tout juste de me concentrer quand le type commença à remuer un pied. Machinalement, mes yeux abandonnèrent les lignes imprimées, attirés comme des aimants par ce pied et son mouvement convulsif exaspérant. L’homme dut percevoir dans mon regard une lueur de désapprobation car le pied s’arrêta brusquement de bouger.
Trois ou quatre lignes plus tard, mon voisin remit ça. Il croisa et décroisa plusieurs fois les jambes en déplaçant beaucoup d’air. Ce n’était plus sur son siège qu’il semblait mal à l’aise, mais dans le monde. Je luttai avec ténacité pour m’accrocher mentalement à mon roman, mais le charme était rompu. Le rythme voluptueux des phrases qui, quelques minutes auparavant, me permettait de savourer la texture et la signification exactes de chaque mot, s’était évaporé pour faire place à un magma informe et confus dont je ne parvenais pas à comprendre le sens. Et ce n’est pas faute d’avoir essayé. Mais je commençais à comprendre que le trouble de cet homme était d’un genre hautement contagieux ; non seulement il n’arrêtait pas une minute de s’agiter et de gigoter sur son siège, mais en plus, d’une certaine manière, il s’ingéniait à provoquer en moi une conscience exagérée de tous ses mouvements comme s’ils se répercutaient dans mon propre corps en sécrétant des bouffées de malaise physique. Il se grattait, se lissait la moustache, décroisait et recroisait les jambes, reprenant ainsi sa position initiale ; il se frottait les mains, soupirait, remuait tantôt un pied, tantôt l’autre, pianotait sur le fauteuil. Parfois, il conjuguait deux ou trois mouvements à la fois.
Je fermai mon livre d’un coup sec sans le vouloir et nos regards ne se croisèrent pas mais se percutèrent plutôt. Je perçus dans ses yeux une expression pitoyable qui amplifia mon aversion grandissante pour cet inconnu. Je ne savais même pas qui il était que déjà les circonstances semaient la discorde entre nous.
J’envisageai alors la possibilité de changer de compartiment, mais je me rappelai qu’ils étaient tous complets. Je caressai même l’idée de descendre à la prochaine gare et de prendre n’importe quel autre train ; en fin de compte, je me fichais royalement d’aller à Saragosse, Madrid ou Valence. Mais je me suis vue tout à coup sautant de train en train, obsédée par l’idée de trouver un compartiment vide et tranquille qu’un mauvais sort cruel et moqueur prenait un malin plaisir à me refuser, et cette image me sembla d’une absurdité oppressante.
Je tournai mon regard vers le paysage qui défilait à toute vitesse. Il était très moche ; on ne voyait guère que des usines affreuses ensevelies sous des tonnes de crasse et enveloppées dans d’horribles panaches de fumée noire ; pourtant je le trouvai réconfortant. Je m’apprêtais à sourire face à la stupidité de cette situation quand, tout à coup, le type s’adressa à moi.
- Vous me jugez, n’est-ce pas ?
Il lâcha son accusation avec une voix d’insecte. Soudain, je me voyais assise dans le box des accusés, jugée pour avoir jugé. J’étais tellement stupéfiée que je mis un certain temps avant de pouvoir articuler un mot.
- Qu’est-ce que vous dites ?
Il avait une voix d’insecte et des yeux, aussi, ronds et globuleux qui ressemblaient à ceux d’une mouche. Et il était tellement petit que ses pieds ne touchaient pas par terre.
- Que je vous juge ? Mais pourquoi je vous jugerais ?
A peine prononcées, mes propres paroles m’apparurent dans toute leur stupidité. Certes, ils obéissaient à une logique implacable. Mais ils contenaient aussi une imposture évidente. J’étais déconcertée. Je me rendais compte, d’autre part, que rentrer dans le jeu de ce nabot était une idiotie.
- Vous ne nierez pas que je vous tape sur les nerfs, que ma simple présence vous incommode et que je ne vous suis pas sympathique.
- Ecoutez-moi bien. Je ne nie rien et je n’affirme rien. Tout bonnement, je ne comprends pas où vous voulez en venir.
- Je veux juste – sa réponse fut étonnante – que vous soyez sincère.
Cette situation était l’une des plus incroyablement absurdes à laquelle je m’étais jamais trouvée mêlée. Je me dis que ce type était un insecte, tombé d’une toile d’araignée, qui faisait tout pour s’emparer de la volonté de son bourreau avec l’arme infaillible du chantage affectif. Il était faible et moi, forte ; cependant, il parvenait à me déstabiliser sur la corde raide.
- Et si je ne veux pas être sincère ? Personne ne peut me forcer.
Mais je me mettais le doigt dans l’œil en pensant que ça suffirait à boucler le sujet.
- Vous avez raison, contre attaqua le type ; seule une notion personnelle de la décence, que l’on a ou pas, peut pousser quelqu’un à être sincère. Et vous manquez totalement de la moindre décence.
- Très bien : je suis indécente, hypocrite, misérable ; une parfaite loque humaine, comme vous voudrez ; je vous autorise à m’affubler de tous les noms d’oiseaux qui vous passerons par la tête. Le problème c’est que, contrairement à vous, moi, je me fous de votre avis. Je n’en ai rien à battre que vous m’ayez à la bonne ou que vous que vous ne pouviez pas me saquer. Tout ce que je veux c’est en finir avec cette discussion absurde. Vous pigez ?
J’y étais allée sans doute un peu trop fort dans mon envie de l’humilier. Je commençai à me sentir coupable et, en même temps, énervée de culpabiliser.
- Bien sûr, revint-il à la charge, mais en passant de son ton affligé et accusateur à un autre ton, tranquille et froid, exécrable par son calme extrême- le monde tourne autour de vous. Ou plutôt : il est à vos pieds, comme un paillasson qui attendrait avec une totale soumission que vous le piétiniez quand bon vous semble. Vous vouliez lire, je m’en rends compte à présent. Vous êtes une personne bien élevée, cultivée et qui ne voulait rien d’autre que lire un petit roman. Et là-dessus, j’arrive, moi, un homme qui a la particularité d’être très agité. Je vous dérange. Vous ne vous demandez pas ce qui peut bien m’arriver. Il ne vous vient même pas à l’esprit de penser que j’ai peut-être des problèmes. Je vous dérange, tout simplement. Je ne suis qu’un pauvre type minable qui vient de la vie réelle, quelque chose qui vous empêche de vous abandonner à un monde de fiction éminemment plus élevé et sublime. Et, comme je ne suis qu’un pauvre type minable, vous n’hésitez aucunement à me manifester toute votre hostilité et à essayer de m’écraser par votre regard, de sorte que je me sente inférieur et incorrect. Toutes mes félicitations : vous avez atteint votre objectif. Vous avez blessé mon amour propre et je porte à présent sur les épaules un fardeau de douleur bien plus lourd que celui que je supportais il y a un instant. Je pourrais vous importuner avec un récit détaillé de mes mésaventures, mais n’ayez crainte, je vous épargnerai cela. Vous pouvez reprendre votre lecture.
Le type se tut. En parlant, il avait fait un effort surhumain pour se composer un masque de cynique indifférence. Mais c’était plus fort que moi : j’avais envie de l’écrabouiller.
- Vos petites misères, cher monsieur, je m’en fous comme de l’an quarante. Vous pourriez crever sur place que je ne lèverais même pas le petit doigt pour vous aider.
N’ayant rien d’autre à ajouter, nous nous sommes regardés fixement et intensément pendant un long moment. Il y a une demi-heure à peine, nous étions deux parfaits inconnus dont les chemins ne s’étaient jamais croisés. Mais maintenant, nous nous haïssions comme seuls deux êtres humains sont capables de se haïr.

***

Laure G. nous propose sa traduction :

Voyage avec turbulences

On ne peut pas toujours savoir avec une clarté diaphane ce qu’on désire. Pourtant ce jour-là les choses étaient plus simples que de coutume. Mes aspirations existentielles étaient réduites à une seule. Si on m’avait offert de faire un classement de mes rêves, de mes désirs et de mes souhaits à l’instar du classement des Cuarenta Principales, ça aurait été pour moi un échec retentissant, car les 39 restants n’apparaissaient nulle part ; mon énergie aurait dû se répartir en parts égales entre 40 souhaits, mais au lieu de cela elle se concentrait en un seul objet. Se sachant en toute première position, mon souhait, initialement sensé et modeste, avait pris la tournure du désir le plus absorbant, impérieux et despotique.
Décidée à l’assouvir au plus vite, je décidai de rompre, durant quelques heures, toute relation avec la réalité objective. Je partis à la gare ferroviaire et j’y achetai sept heures d’isolement et de solitude bénis, en forme de billet aller-retour pour Saragosse.
La chance me sourit, car après avoir traversé tous les wagons, je trouvai un compartiment vide dans le dernier. Je me calai dans le siège côté fenêtre puis, avec un sourire béat et niais, je sortis de mon sac l’objet de mon désir, un roman passionnant auquel j’allais enfin pouvoir accordé toute l’attention due, sans que le sort cruel qui depuis deux semaines s’acharnait à m’importuner avec une perfidie inédite ne pût venir me troubler. Avant de me plonger complètement dans la lecture, j’aspirai les pénétrants effluves qui se dégageaient de l’encre et du papier tout en calculant qu’au cours de cette parenthèse de liberté, pour laquelle je m’étais risquée à me soustraire à toute responsabilité, je pourrais lire quelque 200 pages, peut-être davantage.
J’étais déjà absorbée dans ce monde fascinant crée par l’auteur (pour moi, que pour moi) lorsqu’un type rappliqua dans le compartiment. Je poussai un petit cri en sursautant dans mon siège ; sans transition, me sentant un peu honteuse, je lâchai cette sorte de petit gloussement qu’on a quand on comprend qu’on vient d’être vraiment ridicule. Mais le type n’esquissa même pas un sourire. Rigide et tendu, il marmonna un mot d’excuse pour m’avoir fait sursauter puis s’assit en face de moi.
Je me dis que l’irruption de mon compagnon n’était qu’un petit contretemps ; deux passagers jacassant auraient constitué une menace infiniment plus grande.
Je replongeai donc dans mon livre, revenant quelques phrases en arrière pour ne rien perdre du fil de l’histoire. Je venais à peine de me concentrer quand le type commença à agiter un pied. Machinalement, mes yeux abandonnèrent l’écriture imprimée, aimantés par ce pied et son mouvement spasmodique et exubérant. L’homme dut déceler un éclair de désapprobation dans mon regard car il arrêta brusquement de remuer son pied.
Trois ou quatre lignes plus loin, mon voisin récidiva. Il croisa et décroisa plusieurs fois ses jambes en remuant beaucoup d’air. Il semblait être mal à l’aise non plus seulement dans son siège, mais dans le monde. Je luttai avec détermination pour que mon esprit restât accroché à mon roman, mais le sortilège s’était déjà rompu. La voluptueuse cadence des mots et des phrases, dont quelques minutes auparavant je savourais la texture et le sens exacts, s’était déformée en un magma informe et confus dont je n’arrivais pas à pénétrer le sens. Il va sans dire que j’essayai encore. Mais je commençai à comprendre que l’agitation de cet homme était une maladie extrêmement évolutive, car en plus de ne pas cesser une minute de gigoter et de gesticuler dans son siège, il trouvait toujours un moyen de déclencher en moi une conscience exacerbée de tous ses mouvements, comme s’ils retentissaient dans mon propre corps ; un roulis de nausée me submergeait. Il se grattait, lissait sa moustache, croisait puis décroisait ses jambes, revenait à sa position initiale, se frottait les mains, soupirait, agitait tantôt un pied, tantôt l’autre, pianotait sur le siège, parfois même combinait deux ou trois mouvements à la fois.
Sans faire exprès, je refermai mon livre d’un coup brusque et nos regards, loin de se rencontrer, s’entrechoquèrent. Je perçus dans ses yeux un air plaintif que mon aversion croissante pour cet inconnu me fit fustiger. Je ne le connaissais même pas mais déjà les circonstances avaient semé la discorde entre nous.
J’envisageai la possibilité de changer de compartiment, mais je me souvins qu’aucun n’était vide. L’idée me traversa l’esprit de descendre à la prochaine gare pour y prendre n’importe quel autre train ; au fond, je me fichais d’aller à Saragosse, Madrid ou Valence. Mais soudain je m’imaginai seule, passant d’un train à un autre, m’escrimant à trouver le compartiment vide et calme qu’un destin cruel et malin se plaisait à me refuser et cette image absurde m’oppressa.
Je tournai la tête vers le paysage qui défilait à toute vitesse. Il était d’une grande laideur ; c’est à peine si on ne voyait rien d’autre que des affreuses usines enfouies sous des tonnes de crasse, enveloppées dans d’abominables spirales de fumée noire ; j’y trouvai néanmoins un certain réconfort. Cette situation me fit presque sourire lorsque, soudain, le type s’adressa à moi.
Vous me jugez, n’est-ce pas ?
Il proféra son accusation avec une voix d’insecte. Soudain, je me retrouvais assise sur le banc des accusés, jugée pour avoir jugé. J’étais tellement abasourdie que je mis un certain temps à articuler un mot pour ma défense.
Que dites-vous ?
Je dis que vous me jugez.
Il avait une voix d’insecte, mais ses yeux également, globuleux et exorbités, rappelaient ceux d’une mouche. De plus, il était si petit que ses pieds ne touchaient pas le sol.
Moi je vous juge ? Pourquoi diable ferais-je cela ?
Mes mots se révélèrent à moi dans leur absolue stupidité à peine les avais-je prononcés. Ils obéissaient assurément à une logique implacable. Mais ils renfermaient aussi une flagrante imposture. J’étais décontenancée. Je me rendais compte, par ailleurs, que c’était idiot d’entrer dans le jeu de ce petit homme.
Vous n’allez pas nier que je vous tape sur les nerfs, que ma simple présence vous dérange et que je ne vous suis pas sympathique.
Écoutez, je ne nie ni n’affirme rien. Simplement, je ne comprends pas ce que vous attendez.
J’attends juste que vous soyez sincère –lança-t-il en guise de réponse, certes étonnante.
Je m’étais rarement retrouvée impliquée dans une situation aussi absurde. Je me dis que ce type était un insecte qui, en tombant dans une toile d’araignée, se débrouillait pour l’emporter sur la volonté de son bourreau avec l’arme infaillible du chantage sentimental. Lui était le faible tandis que moi j’étais en position de force ; il réussissait pourtant à me faire chanceler sur la corde raide.
Et si je ne veux pas être sincère ? Personne ne peut m’y obliger.
Mais je me trompais en croyant ainsi clore le débat.
Vous avez raison –contre-attaqua le type ; seule une intime notion de la décence, qu’on a ou non, peut empêcher à quelqu’un d’être sincère. Et vous, vous n’avez pas la moindre notion de décence.
Entendu ; je suis indécente, hypocrite, misérable ; une authentique loque humaine, ce qui vous chante ; je vous autorise à m’abreuver de toutes les insultes qui vous viennent à l’esprit. Le problème c’est que, à la différence de vous, votre opinion ne me fait ni chaud no froid. Je me fiche éperdument de vous plaire ou de vous insupporter au plus haut point. La seule chose que je veux, c’est mettre un terme à cette discussion absurde, c’est compris ?
J’étais sans doute allée trop loin dans mon désir de le blesser. Je commençai à me sentir coupable mais j’étais en même temps agacée de me sentir coupable.
Évidemment –renchérit-il, mais en changeant le ton blessé et accusateur de sa voix par un ton plus posé et froid, si posé que ç’en était abominable-, le monde tourne autour de vous. Ou plutôt : il est à vos pieds, comme un paillasson qui attendrait avec une absolue docilité que vous le piétiniez à votre guise. Vous vouliez lire, je m’en rends compte à présent. Vous êtes une personne éduquée, cultivée et sensible, qui n’aspirait qu’à lire son petit roman. Et c’est là que j’interviens, un homme qui a la particularité d’être très agité. Je vous dérange. Mais vous ne vous demandez pas ce qui peut m’arriver. Cela ne vous vient pas même à l’esprit que je puisse avoir un problème. Simplement, je vous dérange. Je suis un vulgaire bruit de pet venant du monde réel, une chose qui vous empêche de vous plonger dans votre monde de fiction infiniment plus élevé et sublime. Et, comme je ne suis rien d’autre qu’un bruit de pet, vous n’hésitez pas à me démontrer toute votre hostilité et à tenter de m’écraser du regard pour me faire sentir inférieur et incorrect. Je vous félicite : vous avez atteint votre objectif. Vous avez blessé mon amour propre, et je porte à présent un fardeau de douleur plus lourd que celui que je portais tout à l’heure. Je pourrais continuer à vous déranger avec un récit détaillé de mes malheurs, mais n’ayez crainte, je vous épargnerai cela. Vous pouvez retourner à votre livre.
Le type se tut. Tandis qu’il parlait, j’avais fait un effort surhumain pour me construire un masque d’une cynique froideur. Mais mon désir de l’écraser était plus fort que moi.
Je me contrefiche de vos malheurs, monsieur. Vous pourriez crever ici-même sans que je lève le petit doigt pour vous aider.
Nous en restâmes là, nous regardant fixement et intensément un long moment. Il y avait une demi-heure à peine, nous étions deux parfaits inconnus dont les trajectoires vitales ne s’étaient pas encore croisées. Pourtant nous nous portions à présent une haine que seuls peuvent se porter deux être humains.

***

Laure L. nous propose sa traduction :

On ne peut pas toujours savoir avec diaphane clarté ce que l’on désire. Mais ce jour là, les choses étaient plus simples que d’habitude. Mes aspirations existentielles étaient désormais réduites à une seule. Si on m’avait proposé d’élaborer une liste inspirée des Quarante Principales, composée de mes rêves, de mes souhaits et mes désirs, mon échec aurait été fracassant, car les trente neuf restantes n’apparaissaient nulle part, et l’énergie qui autrement se serait répartie également sur les quarante désirs se concentrait sur un seul objet. Se sachant dans une position si élevée, mon désir, tout d’abord sensé et modeste, était devenu le souhait le plus prenant, le plus impérieux et le plus despotique.
Décidée à le satisfaire au plus vite, je me résolus à suspendre pendant quelques heures toute relation avec la réalité objective. J’allai à la gare et achetai sept heures bénies d’isolement et de solitude sous forme de billet aller/retour pour Saragosse.
J’eus de la chance ; après avoir parcouru tout le convoi, je trouvai un compartiment vide dans le dernier wagon. Je me calai dans le fauteuil le plus proche de la fenêtre et, avec un sourire béat de stupidité, je sortis de mon sac l’objet de mon désir, un roman passionnant auquel je pourrais enfin accorder toute l’attention qu’il méritait, sans les obstacles qu’un destin cruel s’était obstiné à mettre sur ma route au cours des deux semaines précédentes avec une perfidie sans précédent. Avant de me plonger complètement dans la lecture, j’absorbai les effluves pénétrantes du papier et de l’encre et je calculai que pendant de cette parenthèse de liberté témérairement arrachée à mes responsabilités je pourrais lire environ deux cents pages, peut-être davantage.
J’étais déjà immergée dans le monde fascinant que l’auteur avait créé (pour moi, pour moi) quand un type fit irruption dans le compartiment. Je poussai un cri et sursautai dans mon siège. Gênée, je passai sans transition au genre de rire confus qu’on adopte quand on vient d’être terriblement ridicule. Mais le type n’ébaucha même pas un sourire. Droit comme un i, il bredouilla une excuse pour m’avoir fait peur et s’assit en face de moi.
Je me dis que l’irruption de mon compagnon de voyage était un petit contretemps ; deux passagers obstinés à papoter auraient supposé une menace infiniment plus grande.
Je revins donc à mon livre et reculai de quelques phrases avec l’intention de ne pas perdre le fil de l’histoire. A peine achevais-je de me concentrer que le type commença à remuer son pied. Machinalement, mes yeux abandonnèrent les paroles imprimées, aimantés par ce pied et ses mouvements spasmodiques et exaspérants. L’homme dut percevoir un éclair de désapprobation dans mon regard parce que le pied cessa brusquement de bouger.
Trois ou quatre lignes plus loin, mon voisin fit une rechute. Il croisa et décroisa plusieurs fois les jambes, déplaçant beaucoup d’air en le faisant. Il semblait ne pas se sentir à l’aise, pas seulement dans son siège, mais dans le monde. Je luttai avec courage pour m’attacher mentalement au roman, mais le charme était rompu. La cadence voluptueuse des phrases, qui quelques minutes auparavant me permettait de savourer la texture et le sens exact de chaque mot, s’était évaporée pour laisser place à un magma informe et confus dont je n’arrivais pas à pénétrer le sens. Inutile de dire que je m’efforçai d’y arriver. Mais je commençais à comprendre que l’inquiétude de cet homme appartenait à une espèce extrêmement contagieuse ; non seulement il ne cessait pas une minute de s’agiter et de gigoter sur son siège, mais en quelque sorte il s’évertuait à provoquer en moi une conscience exagérée de tous ses mouvements, comme s’ils se répercutaient dans mon propre corps déclenchant des vagues de malaise physique. Il se grattait, se lissait la moustache, croisait et décroisait les jambes, revenant ainsi à da position initiale ; il se frottait les mains, soupirait, remuait soit un pied, soit l’autre, tambourinait sur le fauteuil. Parfois il combinait deux ou trois mouvement en même temps.
Je fermai le livre d’un geste involontairement violent et nos regards, plus que se rencontrer, se choquèrent. Je perçu dans ses yeux une expression blessante qui excita mon aversion grandissante pour cet inconnu. Je ne savais même pas qui il était et déjà les circonstances semaient la discorde entre nous.
J’envisageai la possibilité de changer de compartiment, mais je me souvins qu’ils étaient tous pleins. Je caressai même l’idée de descendre à l’arrêt suivant et de prendre un autre train ; en fin de compte, cela m’était égal d’aller à Saragosse, Madrid ou Valence. Mais tout à coup je me vis sautant de train en train, obsédée par l’idée de trouver un compartiment vide et tranquille que le sort cruel et moqueur se plaisait à me refuser et l’image me parut violemment absurde.
Je reposai mes yeux sur le paysage qui défilait à toute vitesse. Il était très laid ; c’est à peine si on voyait autre chose que d’affreuses usines ensevelies sous des tonnes de crasse et enveloppées dans d’abominables spirales de nuages fumées noires ; cependant, cela me sembla réconfortant. J’étais sur le point de sourire devant la stupidité d’une telle situation quand, tout à coup, le type s’adressa à moi.
Vous me jugez, n’est-ce pas ?
Il lâcha son accusation avec une voix d’insecte. Tout à coup, je me voyais assise sur la banquette, jugée pour avoir jugé. J’étais si abasourdie que je mis un moment avant de pouvoir articuler un seul mot.
Que dites-vous ?
Je dis que vous êtes en train de me juger.
Il avait une voix d’insecte et ses yeux, ronds et globuleux, rappelaient ceux d’une mouche. Il était si petit que ses pieds ne touchaient pas le sol.
Moi, je vous juge ? Pourquoi je vous jugerais ?
Mes mots m’apparurent dans leur absolue stupidité, j’aurais mieux fait de ne pas les prononcer. Ils obéissaient, c’est sûr, à une logique implacable. Mais ils renfermaient aussi une imposture flagrante. J’étais déconcertée. Je me rendais compte, par ailleurs, qu’enter dans le jeu de ce petit bonhomme était une idiotie.
Vous ne nierez pas que je vous tape sur les nerfs, que ma simple présence vous incommode et que je ne vous suis pas sympathique.
Ecoutez, je ne le nie ni ne l’affirme. Simplement, je ne comprends ce que vous voulez.
Ce que je veux – ce fut son étonnante réponse- c’est que vous soyez sincère.
C’était une des situations les plus bizarrement absurdes dans lesquelles je m’étais vue impliquée. Je me dis que ce type était un insecte qui, en tombant d’une toile d’araignée, s’évertuait à s’emparer de la volonté de son bourreau avec l’arme infaillible du chantage moral. Il était faible et moi forte ; cependant, il arrivait à toucher la corde sensible.
Et si je ne veux pas être sincère ? Personne ne peut m’y obliger.
Mais je me trompais en pensant qu’avec ça j’allais clore l’affaire.
Vous avez raison – contre-attaqua le type- ; seule une intime once de décence, que l’on possède ou pas, peut empêcher quelqu’un d’être sincère. Et vous manquez de la plus petite once de décence.
Très bien : je suis sans décence, hypocrite, misérable ; une authentique loque humaine, ce que vous voudrez ; je vous autorise à me taxer de toutes les injures qui vous viennent à l’esprit. Le problème c’est que, contrairement à vous, votre opinion n’a aucune importance pour moi. Je me fiche de vous être sympathique ou horriblement antipathique. Je ne veux qu’une chose, en finir avec cette discussion absurde. Vous comprenez ? Sans aucun doute, je m’étais surpassée dans mon désir de l’humilier. Je commençai à me sentir coupable et, en même temps, cela m’agaça de me sentir coupable.
Bien sur - il revint à la charge, mais en changeant son ton meurtri et accusateur pour un autre tranquille et froid, abominable dans son calme étrange –, le monde tourne autour de vous. Ou plutôt : il est à vos pieds, comme un paillasson qui attendra avec une absolue mansuétude que vous veniez le piétiner quand l’envie vous en prendra. Vous vouliez lire, je m’en rends compte maintenant. Vous êtes une personne bien éduquée, cultivée et sensible qui voulait juste lire un petit roman. Et là j’entre en scène, un homme qui a la particularité d’être très agité. Je vous dérange. Vous ne vous demandez pas ce qui peut m’arriver. Vous ne pensez même pas que je peux avoir des problèmes. Je vous dérange, simplement. Je suis un claquement de lèvre grossier qui vient de la vie réelle, quelque chose qui vous empêche de vous abandonner à un monde de fiction infiniment plus élevé et sublime. Et, puisque je ne suis rien de plus qu’un claquement de lèvre, vous n’hésitez pas à me montrer toute votre hostilité et à essayer de m’écraser du regard pour que je me sente inferieur et incorrect. Je vous félicite : vous avez atteint votre objectif. Vous avez blessé mon amour propre et maintenant je suis chargé d’une douleur plus grande que celle que je traînais un moment auparavant. Je pourrais vous ennuyer avec un récit détaillé de mes malheurs, mais ne vous inquiétez pas, je vous l’épargnerai. Vous pouvez revenir à votre livre.
Le type se tut. Pendant qu’il parlait, j’avais fait un effort surhumain pour composer un masque de cynique indifférence. Mais mon désir de l’écraser était supérieur à moi.
Vos malheurs, monsieur, je m’en fiche comme de ma première chemise. Vous pourriez mourir ici même sans que je lève le petit doigt pour vous aider.
Sans rien d’autre à ajouter, nous nous regardâmes fixement et intensément pendant un long moment. A peine une demi heure plus tôt nous étions deux parfaits inconnus dont les trajectoires vitales ne s’étaient pas croisées. Mais maintenant nous nous détestions comme seuls peuvent se détester deux êtres humains.

***

Odile nous propose sa traduction :

Voyage avec turbulences

On ne peut pas toujours savoir clairement ce que l'on désire. Mais ce jour-là, les choses étaient plus simples qu' à l'accoutumée. Toutes mes aspirations existentielles s'étaient réduites à une seule. Si je m'étais proposée d' établir, sur le modèle des « Cuarentas Principales »*, un palmarès de mes rêves, de mes obsessions et de mes désirs, j'aurais lamentablement échoué, car les 39 autres ne figuraient nulle part, et l'énergie qui aurait dû se répartir proportionnellement sur 40 souhaits se concentrait sur un seul objet. Se sachant en première position, mon désir, initialement sensé et modeste, était devenu le plus tyrannique, le plus impérieux et le plus despotique de tous les désirs.
Résolue à le satisfaire au plus vite, je décidai de suspendre durant quelques heures toute relation avec la réalité objective. J'allai à la gare et j'achetai sept heures bénies d'isolement et de solitude, sous la forme d'un billet aller-retour pour Saragosse.
J'eus de la chance : après avoir parcouru toute la rame, je trouvai un compartiment vide dans le dernier wagon. Je me calai confortablement dans le fauteuil le plus proche de la fenêtre et, avec un sourire de béatitude stupide, je sortis de ma poche l'objet de mon désir, un roman passionnant auquel je pourrais enfin consacrer toute l'attention qu'il méritait, sans les empêchements qu'avec une perfidie sans précédent, un sort cruel s'était acharné à mettre en travers de mon chemin durant les deux dernières semaines. Avant de m'immerger tout à fait dans la lecture, je respirai les pénétrants effluves du papier et de l'encre et je calculai qu'au cours de cette parenthèse de liberté, témérairement arrachée à mes responsabilités, je pourrais lire quelque deux cents pages, peut-être davantage. 
J'étais déjà plongée dans le monde fascinant que l'auteur avait créé (pour moi, pour moi) lorsqu'un type surgit dans le compartiment. Je poussai un cri et je fis un bond sur mon siège. Honteuse, j'enchaînai presque sans transition avec ce petit rire gêné que l'on a après s'être affreusement ridiculisé. Mais le type n'ébaucha même pas un sourire. Raide et tendu, il bredouilla une excuse pour m'avoir fait sursauter et s'assit en face de moi.
Je me dis que l'irruption de mon compagnon de voyage était un contretemps mineur ; deux passagers obstinés à bavarder auraient laissé supposer une menace infiniment plus grande. 
Je retournai donc à mon livre et revins quelques phrases en arrière, avec l'intention de ne pas perdre le fil de l'histoire. Je finissais à peine de me concentrer lorsque le type commença à agiter un pied. Machinalement, mes yeux abandonnèrent les mots imprimés, aimantés par ce pied et son mouvement spasmodique et exaspérant.. L' homme dut percevoir une lueur de désapprobation dans mon regard car le pied cessa brusquement de remuer.
Trois ou quatre lignes plus loin, mon voisin renouvela son manège. Il croisa et décroisa plusieurs fois les jambes, déplaçant beaucoup d'air par ses mouvements. Il semblait mal à l'aise, non pas sur son siège, mais plutôt dans la vie en général/dans l'existence??. Je luttai avec tenacité pour fixer mon esprit sur le roman, mais le charme s'était brisé. La voluptueuse cadence des phrases qui, quelques minutes auparavant, me permettait de savourer la texture et le sens exact de chaque mot, s'était rompue pour laisser place à un magma informe et confus dont je n'arrivais pas à pénétrer le sens. Bien entendu, je fis une nouvelle tentative. Mais je commençais à comprendre que l'agitation de cet homme appartenait à une espèce hautement contagieuse ; non seulement il ne cessait pas un seul instant de gesticuler et de remuer sur son siège, mais, en quelque sorte, il s' ingéniait à provoquer en moi une conscience excessive de tous ses mouvements, comme s'ils se répercutaient dans mon propre corps, faisant naître des vagues de malaise physique. Il se grattait, se lissait la moustache, croisait et décroisait les jambes, retrouvant ainsi sa position initiale ; il se frottait les mains, soupirait, agitait tantôt un pied, tantôt l'autre, pianotait sur le fauteuil. Parfois, il conjuguait deux ou trois mouvements.
Je fermai mon livre d'un coup sec, involontairement violent, et nos regards, s'affrontèrent plus qu'ils ne se croisèrent. Je perçus dans ses yeux une expression de pitié qui accrut davantage encore mon aversion pour cet inconnu.
Je ne savais même pas qui il était et déjà les circonstances semaient la discorde entre nous.
J'envisageai la possibilité de changer de compartiment, mais je me souvins qu'ils étaient tous complets. Je caressai même l'idée de descendre à la prochaine gare et de prendre n'importe quel autre train : en fin de compte, il m'était égal d'aller à Saragosse, à Madrid ou à Valence. Mais aussitôt, je m'imaginai sautant de train en train, obsédée par l'idée de trouver le compartiment vide et tranquille qu'un sort cruel et farceur se plaisait à me refuser, et cette vision me sembla d'une absurdité angoissante.
Je tournai mon regard vers le paysage qui défilait à toute vitesse. Il était très laid ; on ne voyait guère que d 'horribles usines ensevelies sous des tonnes de crasse et enveloppées d'abominables spirales de fumée noire ; néanmoins, il me parut réconfortant. J'étais sur le point de sourire devant la stupidité d'une telle situation quand, soudain, le type m'adressa la parole.
- Vous me jugez, n'est-ce-pas?
Il lança son accusation d'une voix d'insecte. Tout à coup, je me vis assise sur le banc des accusés, jugée pour avoir jugé. J'étais si abasourdie que je mis un certain temps avant de pouvoir articuler un mot.
- Pardon?
- Je dis que vous êtes en train de me juger.
Sa voix était celle d'un insecte, tout comme ses yeux, ronds et globuleux, qui rappelaient ceux d'une mouche. Et il était si petit que ses pieds ne touchaient pas le sol.
- De vous juger? Et pourquoi vous jugerais-je?
Dès que je les eus prononcées, mes paroles m'apparurent dans leur absolue stupidité.
Certes, elles obéissaient à une logique implacable. Mais elles renfermaient aussi une imposture flagrante. J'étais déconcertée. Par ailleurs, je me rendais compte qu' entrer dans le jeu de ce petit homme était une ineptie.
- Vous ne nierez pas que je vous énerve, que ma simple présence vous dérange et que je vous suis antipathique.
- Écoutez. Je ne nie pas et je n'affirme pas non plus. Vraiment, je ne comprends pas ce que vous voulez.
- Je veux seulement – fut son étonnante réponse- que vous soyez sincère.
Cette situation était une des plus singulièrement absurdes parmi celles où je m'étais trouvée mêlée.
Je me dis que ce type était un insecte qui, tombant dans une toile d'araignée, se débrouillait pour s'emparer de la volonté de son bourreau grâce à l'arme infaillible du chantage sentimental. Lui était faible et moi forte ; pourtant il parvenait à me faire vaciller sur la corde raide.
- Et si je ne veux pas être sincère? Personne ne peut m'y obliger.
Je me trompais en croyant ainsi régler le problème.
- Vous avez raison contre-attaqua le type -; seule une notion personnelle de la décence, que l'on a ou que l'on a pas, peut empêcher quelqu'un d'être sincère. Et vous, vous manquez totalement de décence.
- Très bien : je suis indécente, hypocrite, misérable ; une authentique loque humaine, tout ce que vous voudrez ; je vous autorise à m'appliquer tous les qualificatifs qui vous passeront par la tête. Le problème, c'est que contrairement à vous, moi, je me moque de votre opinion. Que je vous sois sympathique ou que je vous dégôute, je m'en fiche comme de l'an quarante. Mon seul désir est d'en finir avec cette discussion absurde. C'est compris?
Sans doute étais-je allée trop loin dans mon désir de l'humilier. Je commençais à me sentir coupable et en même temps, j'étais irritée de me sentir coupable .
- Bien sûr – revint-il à la charge, mais en quittant le ton blessant et accusateur pour un autre, posé et froid, odieux par son calme étrange - le monde tourne autour de vous. Ou plutôt : il est a vos pieds, comme un paillasson qui attendrait avec une soumission totale que vous le fouliez selon votre bon vouloir. Vous vouliez lire, je m'en aperçois maintenant. Vous êtes une personne bien élevée, cultivée et sensible qui prétendait seulement lire un petit roman. Et là-dessus, j'arrive, moi, un homme qui a la particularite d'être très agité. Je vous dérange. Vous ne vous demandez pas ce qui peut bien m'arriver. Il ne vous vient même pas à l'esprit que j'ai peut-être des problèmes. Tout simplement, je vous dérange. Je suis une incongruité venue de la vie réelle, quelque chose qui vous empêche de vous abandonner à un monde de fiction infiniment plus transcendant et sublime. Et, vu que je ne suis qu'une incongruité, vous n'hésitez pas à me montrer toute votre hostilité et vous essayez de m'écraser du regard afin que je me sente inférieur et incorrect. Je vous félicite : vous avez atteint votre but. Vous avez blessé mon amour-propre, et maintenant je porte un fardeau de souffrance bien plus lourd que celui que je traînais il y a un moment. Je pourrais vous assommer avec le récit détaillé de mes malheurs, mais rassurez-vous, je vous l'épargnerai. Vous pouvez retourner à votre livre.
Le type se tut. Pendant qu'il parlait, j'avais fait un effort surhumain pour me composer un masque d' indifférence cynique. Mais mon désir de l'écraser était plus fort que moi.
- Vos malheurs, monsieur, je m'en soucie comme d'une guigne. Vous pourriez mourir ici même que je ne leverais même pas le petit doigt pour vous venir en aide.
Sans rien de plus à ajouter, nous nous regardâmes fixement et intensément pendant un bon moment. À peine une demie-heure auparavant, nous étions deux parfaits inconnus dont les trajectoires vitales ne s'étaient jamais croisées. Mais à présent, nous nous haïssions comme seuls peuvent se hair deux être humains.

* « Los Cuarentas Principales » est une station de radio espagnole qui diffuse énormément de musique et également quelques rendez vous musicaux en fin de semaine comme Del 40 al 1, qui présente les 40 meilleures chansons de la station via le vote du public.

***

Blandine nous propose sa traduction :

Voyage avec turbulences

On ne peut pas toujours savoir avec une clarté diaphane ce que l’on désire. Mais ce jour-là les choses étaient plus simples qu’à l’accoutumée. Mes aspirations existentielles en étaient réduites à une seule. Si on m’avait proposé de confectionner une liste inspirée des Quarante Principales avec mes rêves, mes passions et mes désirs, ma défaite aurait été fracassante, car les 39 restantes n’apparaissaient nulle part, et l’énergie qui d’un autre côté aurait été répartie de part en part parmi les 40 souhaits se trouvait concentrée en un seul objectif. En se sachant dans une position si élevée, mon désir, au début sensé et modeste, s’était converti en la plus absorbante, impérieuse et despotique des passions.
Décidée à le réaliser le plus rapidement possible, je résolus de suspendre pendant quelques heures toute relation avec la réalité objective. Je partis à la gare et achetai sept heures bénies d’isolement et de solitude sous forme d’un billet aller-retour à Saragosse.
J’eus de la chance ; après avoir parcouru tout le convoi, je trouvai un compartiment vide dans le dernier wagon. Je me calai dans le fauteuil le plus proche de la petite fenêtre et, avec un sourire stupide de béatitude, je sortis de mon sac l’objet de mon désir. Un roman passionnant auquel je pourrai enfin dédier l’attention qu’il méritait sans les obstacles qu’un sort cruel s’était obstiné à mettre sur mon chemin durant les deux semaines précédentes avec une perfidie sans précédents. Avant de me plonger à fond dans la lecture, j’aspirai les effluves pénétrantes du papier et de l’encre et je calculai que durant cette parenthèse de liberté arrachée témérairement à mes responsabilités je pourrai lire environ 200 pages, peut-être plus.
J’étais déjà immergée dans le fascinant monde que l’auteur avait créé (pour moi, rien que pour moi), quand un type pénétra dans le compartiment. Je poussai un cri et sursautai sur mon siège. Honteuse, je passai pratiquement sans transition du stade de petit rire offusqué que n’importe qui a lorsqu’il vient d’avoir une peur ridicule. Mais le type n’ébaucha même pas un sourire. Rigide et tendu, il bafouilla une excuse pour m’avoir effrayée et s’assit en face de moi.
Je me dis que l’interruption de mon compagnon de voyage était un contretemps mineur ; deux passagers obstinés à discuter auraient posé une menace infiniment plus grande.
C’est ainsi que je retournai à mon livre et repris quelques phrases avant afin de ne pas perdre le fil de l’histoire. Je venais à peine de me concentrer quand le type commença à agiter un pied. De façon machinale, mes yeux abandonnèrent les lettres imprimées, aimantés par ce pied et son mouvement spasmodique et exaspérant. L’homme du percevoir un éclat de désapprobation dans mon regard parce que son pied cessa brusquement de s’agiter.
Trois ou quatre lignes plus tard, mon voisin récidiva. Il croisa et décroisa plusieurs fois les jambes, en déplaçant à chaque fois beaucoup d’air. Il ne semblait pas à l’aise, pas seulement sur son siège mais dans le monde. Je luttai avec détermination pour m’accrocher mentalement au roman, mais le sortilège s’était rompu. La voluptueuse cadence des phrases, qui quelques minutes auparavant m’avait permis de savourer la texture et le sentiment exact de chaque mot, s’était estompée pour laisser le pas à un magma informe et confus dont je n’arrivais pas à pénétrer le sens. Je ne savais que dire et essayer de continuer ma lecture. Mais je commençais à comprendre que le trouble de cet homme appartenait à une espèce hautement contagieuse ; non seulement il n’arrêtait pas une minute de bouger et de s’agiter sur son siège, mais que d’une certaine manière il s’ingéniait à provoquer chez moi une conscience exagérée de tous ses mouvements, comme s’ils se répercutaient dans mon propre corps en sécrétant des vagues de mal être physique. Il se grattait, se lissait la moustache, décroisait et croisait les jambes, revenant ainsi à sa position initiale ; il se frottait les mains, soupirait, agitait un coup un pied, un coup l’autre, tambourinait sur le fauteuil. Parfois, il combinait deux ou trois mouvements en même temps. Je fermai le livre d’un coup involontairement violent et nos regards, en plus de se rencontrer, entrèrent en collision. Je perçus dans ses yeux une expression plaintive qui assaillit ma récente aversion pour cet inconnu. Je ne savais même pas qui il était et les circonstances semaient déjà la discorde entre nous.
Je pensai à la possibilité de changer de compartiment, mais je me souvins que tous étaient pleins. Je caressai même l’idée de descendre à la station suivante et de prendre n’importe quel autre train ; après tout, sans inquiétude je pourrai aller à Saragosse, Madrid ou Valence. Mais soudain je me vis en train de sauter d’un train à l’autre ; obsédée à l’idée de trouver un compartiment vide et tranquille qu’un sort cruel et farceur se complaisait à me nier et l’image m’apparut complètement absurde.
Mon regard revint au paysage qui défilait à toute vitesse. Il était très laid ; c’est à peine si on voyait autre chose que les horribles fabriques enterrées sous des tonnes de crasse et enveloppées d’abominables spirales de nuages de fumée ; cependant, il m’apparut réconfortant. J’étais sur le point de sourire devant l’absurdité de cette situation quand, soudain, le type s’adressa à ma moi.
– Vous me jugez, pas vrai ?
Son accusation détonna avec une vois d’insecte. Soudain, je me voyais assise sur le petit banc, jugée pour avoir jugé. J’étais si stupéfiée que je tardai à prononcer un mot.
– Pardon ?
– Je dis que vous me jugez.
Il avait une voix d’insecte, et aussi des yeux ronds et globuleux, qui me rappelaient ceux d’une mouche. Il était si petit que ses pieds ne touchaient pas le sol.
– Moi je vous juge ? Et pourquoi je vous jugerai ?
Il eut mieux valu ne rien dire tellement mes mots se révélèrent d’une absolue stupidité. Ils obéissaient, il est certain, à une écrasante logique. Mais ils renfermaient aussi une imposture flagrante. J’étais déconcertée. Je me rendais compte, d’une autre part, que jouer le jeu de ce petit homme était une idiotie.
On ne m’enlèvera pas le doute qu’il avait une crise de nerfs, que ma simple présence l’incommode et que je ne lui étais pas sympathique.
– Écoutez. Je ne nie point ni n’affirme quoique se soit. Simplement, je ne comprends pas ce que vous prétendez vous.
– Je prétends juste –fut son étonnante réponse– que vous soyez sincère.
Il s’agissait d’une situation des plus rares et des plus absurdes dans laquelle je m’étais vue embrigadée. Je me dis que ce type était un insecte qui, en tombant dans une toile d’araignée, s’arranger pour s’approprier la volonté de son bourreau avec l’arme infaillible du chantage sentimental. Il était faible et moi forte ; cependant, il arrivait à me faire chanceler sur la corde vacillante.
– Et si je ne veux pas être sincère ? Personne ne peut m’y obliger.
Mais je me trompais en pensant que cela n’allait pas arranger l’affaire.
– Vous avez raison –contrattaqua le type– ; juste une intime notion de la décence, que vous avez ou n’avez pas, vous pouvez empêcher quelqu’un d’être sincère. Et vous paraissez avoir la moindre notion de décence.
– Très bien : je suis indécente, hypocrite, misérable ; une authentique loque humaine, ce que vous voulez ; je vous donne la permission de me porter autant d’insultes qui vous viendront à l’esprit. Le problème est que, à la différence de ce qui peut vous arriver, moi je n’en ai rien à faire. Je m’en fous complètement que vous m’appréciez bien ou pas du tout. La seule chose que je veuille, c’est en terminer avec cette discussion incohérente. Vous me comprenez ?
Je m’étais sans aucun doute laissé emporter dans mon désir de le blesser. Je commençai à me sentir coupable et, en même temps, cela m’irrita de me sentir coupable.
– Bien sur –revint-il à la charge, mais en passant d’un ton blessant et accusateur à un autre tranquille et froid, abominable dans son étrange calme–, le monde tourne autour de vous. Ou, encore mieux, il est à vos pieds, comme un paillasson qui souhaiterait avec une totale docilité que vous lui marchiez dessus selon votre envie. Je me rends compte maintenant que vous vouliez lire. Vous êtes une personne éduquée, cultivée et sensible qui voulait seulement prétendre à lire un petit roman. Et sur ces entrefaits, j’arrive, moi, un homme qui a la particularité d’être très agité. Je vous dérange. Vous ne vous demandez pas ce qui peut m’arriver. Il ne vous vient même pas à l’esprit que j’ai peut-être des problèmes. Je vous dérange, simplement. Je suis un gros prout provenant de la vie réelle, quelque chose qui vous empêche à vous d’entrer dans un monde de fiction infiniment plus élevé et sublime. Et, comme je ne suis qu’un gros prout, vous n’hésitez pas à me montrer toute votre hostilité et à essayer de m’écraser du regard pour me faire sentir inférieur et incorrect. Je vous félicite : vous avez réussi votre objectif. Vous avez blessé mon amour propre et maintenant j’apporte avec moi une charge de douleur plus grande que celle que j’avais il y a un instant. Je pourrai vous embêter avec un récit détaillé de mes malheurs, mais ne vous inquiétez pas, je vous épargnerai. Vous pouvez retourner à votre livre.
Le type se tut. Tandis qu’il parlait, j’avais fait un effort surhumain pour me fabriquer un masque de cynique froideur. Mais mon désir de l’écraser était plus fort que moi.
– Vos malheurs, monsieur, je m’en fiche comme de l’an quarante. Vous pourriez être en train de mourir à l’instant, je ne bougerai même pas le petit doigt pour vous aider.
N’ayant plus rien à ajouter, nous nous regardâmes fixement et intensément durant un long moment. Il y avait à peine une demi-heure, nous étions de parfaits inconnus dont les trajectoires vitales ne s’étaient pas croisées. Mais maintenant nous nous détestions comme seul peuvent se détester deux êtres humains.

***

Laëtitia nous propose sa traduction :

Voyage avec turbulences

On ne peut pas toujours savoir ce que l’on veut avec une clarté diaphane. Mais ce jour-là, les choses étaient plus simples que d’habitude. Mes aspirations existentielles s’étaient réduites à une seule. Si on m’avait proposé d’élaborer une liste à la façon des Quarante Principaux qui classerait mes rêves, désirs et souhaits, mon échec aurait été retentissant, les 39 restants n’apparaissant nulle part, et l’énergie répartie entre les 40 souhaits se concentrait en un seul objet. Se sachant dans une position si élevée, mon souhait, initialement sensé et modeste, était devenu le plus absorbant, impérieux et despotique des vœux.
Décidée à le satisfaire au plus vite, je me résolus à suspendre durant quelques heures toute relation avec la réalité objective. J’allai à la gare et j’achetai sept heures bénites d’isolement et de solitude sous la forme d’un billet aller-retour pour Saragosse.
J’eus de la chance ; après avoir parcouru tout le convoi, je trouvai un compartiment vide dans le dernier wagon. Je m’installai dans le fauteuil le plus près de la vitre et, avec un stupide sourire de béatitude, je sortis de mon sac l’objet de mes désirs, un roman passionnant auquel enfin j’allai pouvoir consacrer l’attention qu’il méritait sans les obstacles qu’un sort cruel s’était obstiné à mettre sur mon chemin durant les deux dernières semaines avec une perfidie sans précédent. Avant de me plonger pleinement dans la lecture, je respirai les effluves pénétrantes du papier et de l’encre et je calculai qu’au cours de cette parenthèse de liberté témérairement arrachée à mes responsabilités, je pourrais lire environ 200 pages, peut-être plus.
J’étais déjà immergée dans le fascinant monde que l’auteur avait créé (pour moi, pour moi) quand un type fit irruption dans le compartiment. J’émis un cri et je fis un bon sur mon siège.
Honteuse, je passai presque sans transition au genre de petit rire offusqué duquel on rit quand on vient d’avoir une frayeur ridicule. Mais le type n’ébaucha même pas un sourire. Rigide et tendu, il bredouilla une excuse pour m’avoir fait peur et il s’assit en face de moi.
Je me dis que l’irruption de mon compagnon de voyage était un contretemps mineur ; deux passagers résolus à bavarder auraient supposé une menace infiniment plus grande.
Je retournai donc à mon livre et je reculai de quelques phrases dans le but de ne pas perdre le fil de l’histoire. A peine je finissais de me concentrer que le type commença à agiter un pied. De façon machinale, mes yeux abandonnèrent la lettre imprimée, aimantés par ce pied et son spasmodique et exaspérant mouvement. L’homme dut percevoir une lueur de désapprobation dans mon regard parce que son pied arrêta brusquement de bouger.
Trois ou quatre lignes après, mon voisin remit le couvert. Il croisa et décroisa plusieurs fois les jambes brassant beaucoup d’air ce faisant. Il semblait mal à l’aise non seulement sur son siège mais aussi dans le monde. Je luttai avec détermination pour m’accrocher mentalement au roman, mais le sortilège était rompu. La voluptueuse cadence des phrases, qui quelques minutes auparavant me permettait de savourer la texture et le sens exact de chaque mot, était devenue floue et avait cédé le pas à un magma informe et confus dont je n’arrivais pas à pénétrer le sens. Inutile de dire que j’essayai encore. Mais je commençais à comprendre que l’angoisse de cet homme appartenait à une espèce hautement contagieuse ; non seulement il n’arrêtait pas une seconde de s’agiter et de remuer sur son siège, mais en plus, de quelque façon que ce soit, il se débrouillait pour provoquer en moi une conscience exagérée de tous ses mouvements comme s’ils se répercutaient dans mon propre corps en sécrétant des vagues de mal-être physique. Il se grattait, se lissait la moustache, croisait et décroisait ses jambes, revenant ainsi à sa position initiale ; il se frottait les mains, soupirait, agitait tantôt un pied, tantôt l’autre, tambourinait dans le fauteuil. Parfois, il combinait deux ou trois mouvements en même temps.
Je fermai le livre d’un coup involontairement violent et nos regards ne se rencontrèrent pas mais se percutèrent. Je perçus dans ses yeux une expression plaintive qui attisa mon aversion croissante pour cet inconnu. Je ne savais même pas qui il était et déjà les circonstances semaient la discorde entre nous.
Je contemplai la possibilité de changer de compartiment, mais je me souvins que tous étaient pleins. Je caressai également l’idée de descendre à la prochaine gare et de prendre n’importe quel autre train ; en fin de compte, je n’avais que faire d’aller à Saragosse, Madrid ou Valence. Mais soudain je me vis moi-même sautant de train en train, obsédée par le fait de trouver le compartiment vide et tranquille qu’un destin cruel et farceur se complaisait à me refuser et l’image me parut d’une oppression absurde.
Je tournai mon regard vers le paysage qui défilait à toute vitesse.
C’était très laid ; à peine pouvait-on voir autre chose que d’horribles usines enterrées sous des tonnes de crasse et enveloppées dans d’abominables spirales de fumée noire ; cependant, le spectacle me parut réconfortant. J’étais sur le point de sourire de la stupidité de cette situation quand, soudain, le type s’adressa à moi.
- Vous me jugez, n’est-ce pas ?
Il lança son accusation avec une voix d’insecte. Soudain, je me voyais assise sur le banc des accusés, jugée pour avoir jugé. J’étais si interloquée que je tardai à être en mesure d’articuler un mot.
- Vous dîtes ?
- Je dis que vous êtes en train de me juger.
Il avait la voix d’un insecte, et en avait aussi les yeux, ronds et globuleux qui rappelaient ceux d’une mouche. Et il était si petit que ses pieds ne touchaient pas le sol.
- Moi, je vous juge ? Pourquoi le ferais-je ?
Mes mots, aussitôt prononcés, se révélèrent à moi dans leur bêtise absolue. Ils obéissaient, évidemment, à une logique implacable. Mais ils enfermaient également une imposture flagrante. J’étais déconcertée. Je me rendais compte, d’un autre côte, que se prêter au jeu de ce petit homme était absurde.
- Vous ne nierai pas que je vous tape sur les nerfs, que ma simple présence vous dérange et que vous ne me trouvez pas sympathique.
- Ecoutez-moi. Je ne nie rien ni n’affirme quoi que ce soit. Simplement je ne comprends pas ce que vous prétendez.
- Je ne fais que prétendre –fut sa surprenante réponse- à ce que vous soyez sincère.
C’était une des situations embarrassantes les plus absurdes auxquelles je me sois trouvée mêlée.
Je me dis que ce type était un insecte qui, en tombant dans une toile d’araignée, se débrouillait pour s’emparer de la volonté de son bourreau avec cette arme infaillible qu’est le chantage affectif. Lui était faible, moi forte ; néanmoins, il arrivait à me faire vaciller sur la corde raide.
- Et si je ne veux pas être sincère ? Personne ne peut m’obliger.
Mais je me trompais en pensant qu’avec ça je règlerais l’affaire.
- Vous avez raison –répliqua le type- ; seule une notion intime de la décence, que l’on a ou que l’on n’a pas, peut nous empêcher d’être sincère. Et vous manquez de la plus petite notion de décence.
- Très bien : je suis indécente, hypocrite, misérable ; une authentique loque humaine, tout ce que vous voudrez ; je vous donne la permission de m’appliquer toutes les injures qui vous viendront à l’esprit. Le problème c’est que, contrairement à vous, en ce qui me concerne je n’ai que faire de votre opinion. Ca me fait une belle jambe que vous m’aimiez bien ou que je vous dégoûte. Tout ce que je veux c’est en finir avec cette discussion absurde. Vous comprenez ?
J’étais certainement allée un peu loin dans mon envie de le blesser. Je commençai à me sentir coupable et, en même temps, me sentir coupable m’irrita.
- Bien sûr - revint-il à la charge, mais en changeant son ton blessé et accusateur en un ton tranquille et froid, abominable dans son calme bizarre – le monde tourne autour de vous. Ou, plutôt : il est à vos pieds, comme un paillasson qui attend avec une absolue docilité que vous le piétiniez à votre guise. Vous vouliez lire, je m’en rends compte maintenant. Vous êtes une personne bien éduquée, cultivée et sensible qui n’aspirait qu’à lire son petit roman. Et à ce moment-là j’entre, moi, un homme qui a la particularité d’être très agité. Je vous dérange. Vous ne vous demandez pas ce qui peut bien m’arriver. Il ne vous vient même pas à l’esprit que j’ai peut-être des problèmes. Simplement, je vous dérange. Je suis un grossier borborygme issu de la vie réelle, quelque chose qui vous empêche de vous adonner à un monde de fiction infiniment plus élevé et sublime. Et, puisque je ne suis qu’un borborygme, vous n’hésitez pas à me montrer toute votre hostilité et à tenter de m’écraser du regard pour me faire sentir inférieur et incorrect. Je vous félicite : vous avez atteint votre objectif. Vous avez blessé mon amour propre et maintenant je traîne un poids de douleur plus importante que celui que je subissais il y a un moment. Je pourrais vous ennuyer avec un récit détaillé de mes malheurs, mais ne vous inquiétez pas, je vous épargnerez ça. Vous pouvez retourner à votre livre.
Le type se tut. Tandis qu’il parlait, j’avais fait un effort surhumain pour me forger un masque de froideur cynique. Mais mon désir de l’écraser était plus fort que moi.
- Vos malheurs, monsieur, je m’en moque comme de l’an quarante. Vous pourriez mourir ici-même sans que je bouge le petit doigt pour vous aider.
Sans rien d’autre à ajouter, nous nous regardâmes fixement et intensément pendant un long moment. Il y avait de cela à peine une demi heure nous étions deux parfaits inconnus dont les trajectoires vitales ne s’étaient pas croisées. Mais maintenant nous nous détestions comme seul deux êtres humains peuvent se détester.

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