samedi 18 juillet 2009

Nouvelle publication de la version de Pío Baroja

[après un coup d'œil plus attentif, il me semble qu'effectivement il s'agit davantage de problèmes structurels que de coquilles… Voici donc, une nouvelle version du texte, que je soumets au contrôle de Laëtitia Sw. Merci de me dire si tout va bien]

Quizá alguno de mis lectores sepa que yo he probado varios oficios sin gran constancia y sin gran éxito. He sido un poco médico, un poco industrial, un poco negociante y un poco periodista. También he intentado el ser director literario de una casa editorial. Mi despacho de director consistía en un cuarto pequeño con una ventana a un patio. Había pocos muebles en la habitación: mesa, estantería con libros y legajos, una caja de hierro para caudales, probablemente sin caudales, y dos sillas. Al despacho se subía por una escalera exterior de ladrillo con barandado de hierro, que partía desde el ángulo del patio.
Un atardecer de invierno frío y desapacible trabajaba en la ingrata tarea de la corrección de unaspruebas de imprenta. La estufa se había apagado. Estaba con abrigo, boina y bufanda sentado a la mesa leyendo las galeradas con los anteojos puestos cuando se presentó una señora de luto con un velo espeso y tupido sobre el rostro. La señora quería hablarme. La invité a sentarse, y como oscurecía encendí la luz.
La dama se colocó en la zona de sombra y se levantó el velo. Era de estas mujeres protestantes de la vejez y a quien por eso mismo la vejez parece se ceba en ellas, se echa encima no a arañarlas y a marcarlas, sino a morderlas y a patearlas. Tenía grandes ojeras moradas, muchas arrugas, los labios pintados y la piel de la barba caída en una papada fofa, para evitar lo cual la sujetaba con una cinta ancha y negra como un barboquejo.
La señora comenzó a hablar, y lo hizo por los codos, con voz engolada de teatro. Me había conocido, según dijo, hacía muchos años en los jardines del Buen Retiro, en compañía del marqués de Tal y del banquero Cual, cuando la Fulanita y la Zutanita llamaban la atención en Madrid por su elegancia y por sus joyas.
—Esta señora se equivoca, pensé. Yo no he conocido nunca a nadie que tuviese cuatro cuartos.
—¡Parece mentira que no se acuerde usted de mí! —exclamó ella de una manera sentimental, con acento de cómica.
—Es que se hace uno viejo y pierde la memoria —dije, y añadí después—: ¿Y qué es lo que quería usted de mí?
—Pues verá usted. Tengo un amigo que no es ya joven, de nuestro tiempo, un hombre encantador. Este hombre ha escrito una novela y quisiera publicarla.
—¿Y quién la tiene?
—Yo.
—Pues mándemela usted —Indiqué con un celo falsificado—, yo la leeré y si la encuentro interesante haré que se publique.
—La encontrará usted interesante, con seguridad.
—De todas maneras habrá que leerla.
—Yo haré que se la envíe a usted en seguida.
—¿Cómo se llama ese señor?
—Mire usted: no quiere que su nombre aparezca en el libro.
—Entonces, ¿qué autor pondremos en la cubierta si se publica la novela?
—Ninguno.
—No, eso no; siempre hay que poner algún nombre, verdadero o falso. Si no se quiere el auténtico, un seudónimo.
—Me ha dicho él que lo mejor sería que hiciese usted un prólogo y dijera en él que la obra es de un desconocido a quien sus amigos conocían por el nombre de Fantasio.
—Muy bien. Así lo haremos.
—¿Cuándo quiere usted que le manden el original?
—Cuando le parezca.
—Mañana o pasado vendrá una persona a traérselo a usted.
—Respecto a las condiciones en el caso de publicarlo habría que saber qué quiere el autor. No vaya a tener pretensiones descomunales y fantasiosas.
Al decir esto recordaba el seudónimo de Fantasio que me había indicado aquella señora.
—No, no, eso no. Él no piensa lucrarse con su libro.
—Sin embargo…
—Nada, nada.
—Bueno, está bien; pero siempre es mejor dejar las cuestiones de dinero claras. Ya sabe usted que las cuentas claras hacen los buenos amigos.
—Aquí no hay cuestiones de dinero; mi amigo tiene una buena posición.
Después de dicho esto la señora volvió a su charla sobre el gran mundo, cuando el marqués, la duquesa y el conde se reunían aquí y allá y Fernandito, Conchita, Lulú y Mimí coqueteaban en la Castellana y en el Real.
—Usted se ha olvidado de sus antiguos amigos —me dijo por fin.
—Sí, quizá. ¿Qué quiere usted? Pierde uno la memoria.
La dama del velo se dispuso a salir, se levantó y me alargó la mano como invitándome a besarla. Yo pensé rápidamente: Un hombre con barbas, zapatillas, antiparras y boina no tiene aire a propósito para besar la mano a las señoras, aunque sean viejas, y me contenté con estrechársela ligeramente.
Dos días después, por la tarde, estaba en el despacho bregando con las pruebas de imprenta, trabajo inventado por el demonio para desesperación de los escritores y de los cajistas, cuando se
presentó un señor de unos cincuenta a sesenta años, vestido de luto, pálido, con barba negra con mechones de plata, un poco de melena y chalina azul flotante. Debía de ser Fantasio. Se comprendía que en su juventud podía haber sido un joven elegante y tenebroso.
—Ayer vino una señora a hablarle del original de una novela —me dijo con cierta vacilación.
—Sí.
—Pues aquí se la traigo a usted. Y me entregó una carpeta azul con cuartillas.
—Muy bien. ¿Quiere usted que le dé algún recibo?
—No, no hay necesidad. ¿Cuándo tendré la contestación?
—Dentro de ocho o diez días.
—Bueno, dentro de diez días volveré. Si no vuelvo, haga usted con el original lo que le plazca.
El caballero romántico, probablemente ex joven tenebroso, me saludó con una profunda inclinación y se marchó del cuarto.
Leí la novela. No la encontré del todo mal. El señor no volvió. Arrinconé el manuscrito, lo dejé entre varios legajos de la estantería y apareció mucho tiempo después revuelto con otros papeles.
Vacilé en publicar la novela. Al fin me he decidido a enviarla a la imprenta. Naturalmente, tengo que consignar, antes que nada, que el autor de la obra no soy yo, sino el señor misterioso, llamado por sus amigos Fantasio, y que usaba melena y chalina flotante y azul.
El que tenga el capricho de comparar nuestras respectivas ideas y nuestras respectivas aficiones podrá comprobar que entre Fantasio y yo hay marcadas divergencias.

***

Olivier nous propose sa traduction :

Peut-être certains de mes lecteurs sauront que je me suis essayé à plusieurs métiers, sans grande assiduité ni grand succès. J’ai été un peu médecin, un peu industriel, un peu négociant et un peu journaliste. J’ai essayé aussi d’être directeur littéraire d’une maison d’édition. Mon bureau de directeur se résumait à une pièce exiguë, avec une fenêtre sur cour. Il y avait peu de meubles dans la pièce : table, étagère avec livres et dossiers, un coffre en fer pour l’argent, probablement sans argent, et deux chaises. On accédait au bureau par un escalier extérieur en briques, avec une rampe en fer, qui s’élevait depuis l’angle de la cour.
Un soir d’hiver froid et maussade, je m’étais attelé à la tâche ingrate de correction de quelques épreuves d’imprimerie. Le poêle s’était éteint. J’avais gardé mon manteau, mon béret et mon écharpe, assis à mon bureau, lisant les épreuves avec mes lunettes sur le nez, quand se présenta une femme portant le deuil, un voile épais et opaque sur le visage. La femme voulait me parler. Je l’invitai à s’asseoir, et comme il commençait à faire sombre j’allumai la lumière.
La dame resta dans l’ombre et souleva son voile. C’était une de ces femmes qui refusent la vieillesse et qui, pour cette raison même, voient sur elles la vieillesse s’acharner, les agresser non pour les égratigner ou les griffer mais pour les mordre et les piétiner. Elle avait de grands cernes mauves, des rides nombreuses, du rouge à lèvres et la peau du menton effondrée en un goitre mou qu’elle tentait de maintenir à l’aide d’un large ruban noir faisant office de mentonnière.
La femme se mit à parler, et elle le fit sans retenue, d’une voix rauque et théâtrale. Selon ses dires, elle m’avait rencontré, il y avait bien longtemps, dans les jardins du Buen Retiro, en compagnie du marquis Bidule et du banquier Untel, à une époque où l’élégance et les parures de Madame Machin et Dame Trucmuch étaient objets d’attention du tout Madrid.
- Cette femme se trompe, pensai-je. Je n’ai jamais connu personne qui eût en poche un kopeck.
- Je n’arrive pas à croire que vous ne vous souveniez pas de moi ! – s’exclama-t-elle d’une manière sentimentale, à l’accent comique.
- On se fait vieux et on perd la mémoire – dis-je, avant d’ajouter ensuite - : Et qu’attendiez-vous de moi ?
- Et bien, voilà. J’ai un ami qui n’est maintenant plus très jeune, de notre génération, un homme charmant. Cet homme a écrit un roman et souhaiterait le faire publier.
- Et qui l’a ?
- Moi.
- Et bien, envoyez-le-moi –lui dis-je avec un faux entrain- ? Je le lirai et si je le trouve intéressant, je ferai en sorte qu’il soit publié.
- Il vous intéressera, j’en suis sûre.
- De toute manière, il faudra que je le lise.
- Je vous le ferai envoyer le plus tôt possible.
- Comment s’appelle ce monsieur ?
- À propos : il ne veut pas qu’on mentionne son nom dans le livre.
- Quel auteur mettrons nous alors en couverture si le livre est publié ?
- Aucun.
- Non, ça non ; il faut toujours mettre un nom, vrai ou faux. Un pseudonyme, à défaut de l’authentique.
- Il m’a dit que le mieux serait que vous écriviiez une préface dans laquelle vous diriez que l’œuvre est d’un inconnu que ses amis connaissaient sous le nom de Fantasio.
- Très bien. On fera comme ça.
- Quand voulez-vous qu’on vous envoie le manuscrit ?
- Quand vous le désirez.
- Demain, ou après-demain quelqu’un viendra vous le remettre en main propre.
- Quant aux conditions, dans le cas où il serait publié, il serait bon de savoir ce que veut l’auteur. Que ses prétentions ne s’avèrent pas présomptueuses et démesurées.
En prononçant ces mots, je me rappelais du pseudonyme Fantasio que m’avait indiqué cette femme.
- Non, non, pas du tout. Il n’a aucune intention de s’enrichir avec son livre.
- Cependant…
- Rien, rien.
- Bon, d’accord ; mais c’est toujours mieux de régler les questions d’argent. Les bons comptes font les bons amis, comme on dit.
- Ici, ce n’est pas une question d’argent ; mon ami occupe une enviable position.
Ces paroles une fois prononcées, la femme reprit le fil de ses considérations sur le grand monde, à l’époque où le marquis, la duchesse et le comte se réunissaient ici et là, et que Fernandito, Conchita, Lulu et Mimi jouaient les jolis cœurs sur l’avenue de la Castellana ou dans les jardins du Real Retiro.
- Vous avez oublié vos anciens amis –me dit-elle enfin.
- Oui, peut-être. Que voulez-vous, on perd la mémoire.
La dame au voile s’apprêta à prendre congé, se leva et me tendit la main, comme une invitation à y déposer un baiser. Je pensai très vite : un homme mal rasé, en chaussons, binocles et béret n’a pas l’allure idoine pour baiser la main d’une dame, fût-elle âgée, et je me contentai d’étreindre légèrement celle-ci.
Deux jours plus tard, dans l’après-midi, j’étais dans mon bureau en train de ferrailler avec les épreuves d’imprimerie, travail inventé par le démon au grand dam des écrivains et autres compositeurs, quand se présenta un homme d’entre cinquante et soixante ans, portant le deuil, pâle, avec une barbe noire semée de mèches argentées, des cheveux lui tombant légèrement dans le cou et une écharpe bleue flottant au vent.
Fantasio, certainement. On devinait que dans sa jeunesse il avait pu être un jeune homme élégant et ténébreux.
- Une femme est venue hier vous parler du manuscrit d’un roman –me dit-il avec une certaine hésitation.
- Oui.
- Et bien, je vous l’ai apporté. Et il me remit une chemise bleue pleine de feuilles.
- Très bien. Voulez-vous que je vous signe un reçu ?
- Non, c’est inutile. Quand aurais-je la réponse ?
- Dans huit ou dix jours.
- Bien, je repasserai dans dix jours. Si je ne reviens pas, faites du manuscrit ce que bon vous semble.
Le gentilhomme romantique, probablement ex jeune ténébreux, me salua en s’inclinant jusqu’au sol avant de quitter la pièce.
Je lus le roman. Il n’était pas si mauvais que ça. Je ne revis pas le monsieur. J’abandonnais le roman dans un coin, au milieu de plusieurs dossiers sur l’étagère, où il réapparut beaucoup plus tard mêlé à d’autres papiers.
J’hésitai à publier le roman. Finalement, je pris la décision de l’envoyer à l’imprimerie. Naturellement, je dois consigner avant tout que je ne suis pas l’auteur du roman, mais que c’est l’homme mystérieux, crinière et écharpe bleue au vent, appelé Fantasio par ses amis.
Celui que la simple curiosité poussera à comparer nos idées respectives et nos respectifs penchants, pourra vérifier qu’entre Fantasio et moi, il existe de très nettes divergences.

***

Laëtitia Sw nous propose sa traduction :

Sans doute un de mes lecteurs saura-t-il que je me suis essayé à divers métiers sans grande constance et sans grand succès. J’ai été un peu médecin, un peu industriel, un peu commerçant et une peu journaliste. J’ai également tenté l’expérience de directeur littéraire d’une maison d’édition. Mon bureau de directeur se résumait à une petite pièce avec une fenêtre donnant sur un patio. Il y avait peu de meubles dans cette pièce : un bureau, des étagères avec des livres et des liasses de papiers, une caisse en fer pour les coupures, probablement sans coupures, et deux chaises. On accédait au bureau par un escalier extérieur en brique bordé d’une rampe en fer, qui partait d’un coin du patio.
Un après-midi d’hiver froid et désagréable, je m’attelais à la tâche ingrate consistant à corriger des épreuves d’imprimerie. Le chauffage s’était éteint. J’étais assis à mon bureau, enveloppé dans un manteau, un béret sur la tête, une écharpe autour du cou, mes lunettes sur le nez, occupé à lire les paquets de lignes, lorsque se présenta à moi une dame en habit de deuil, le visage dissimulé sous un voile épais. Elle désirait me parler. Je l’invitai à s’asseoir, et comme le jour déclinait, j’allumai la lumière.
La dame s’installa dans le coin le plus sombre puis elle releva son voile. C’était une de ces femmes protestantes de la vieille école contre lesquelles la vieillesse semble à ce titre s’acharner, en leur tombant dessus et en leur imprimant non pas des égratignures ou des griffures, mais les morsures et les affres du temps. Elle avait de grandes oreilles violettes et des rides profondes ; ses lèvres étaient fardées et la peau de son cou retombait en un double menton flasque, ce qu’elle pensait éviter en le retenant avec un large ruban noir en guise de mentonnière.
La dame se lança dans un flot continu de paroles, d’une voix prétentieuse et théâtrale. Elle m’avait connu, selon ses dires, il y avait fort longtemps, dans les jardins du Buen Retiro, en compagnie du marquis Untel et du banquier Untel, lorsque la dame Unetelle et l’autre dame Unetelle attiraient l’attention du tout Madrid par leur élégance et par leurs bijoux.
— Cette dame se méprend, pensai-je. Je n’ai jamais connu quelqu’un possédant quatre appartements.
— Ne pas vous souvenir de moi ! Ce ne serait pas un mensonge ? — s’exclama-t-elle d’un ton sentimental, aux accents comiques.
— C’est qu’on se fait vieux et qu’on perd la mémoire — dis-je, et j’ajoutai tout de suite après — : Mais qu’est-ce que vous attendez de moi exactement ?
— Eh bien, voilà. J’ai un ami qui n’est plus tout jeune, un homme de notre génération, charmant. Cet homme a écrit un roman et il voudrait le publier.
— Qui possède ce roman ?
— C’est moi.
— Eh bien, envoyez-le moi — indiquai-je, faussement empressé —, je le lirai et si je le trouve intéressant, je ferai en sorte de le publier.
— Vous le trouverez intéressant, à coups sûrs.
— De toute façon, il me faudra bien le lire.
— Je tâcherai de vous le faire parvenir au plus vite.
— Comment s’appelle ce monsieur ?
— Écoutez, il ne veut pas que son nom apparaisse dans le livre.
— Dans ce cas, quel auteur ferons-nous figurer sur la couverture si le roman est publié ?
— Aucun.
—Non, ce n’est pas possible ; il faut toujours mettre un nom, qu’il soit vrai ou faux. Si on ne veut pas de l’authentique, on prend un pseudonyme.
— Il m’a dit que le mieux serait que vous écriviez un prologue dans lequel vous indiqueriez que l’œuvre est celle d’un inconnu que ses amis connaissent sous le nom de Fantasio.
— Très bien. Il en sera ainsi.
— Quand désirez-vous que l’on vous envoie l’original ?
— Quand vous voudrez.
— Demain ou après-demain quelqu’un viendra vous l’apporter.
— Concernant les conditions, en cas de publication, il faudrait savoir ce que veut l’auteur. Qu’il n’aille pas nourrir de prétentions démesurées et fantaisistes.
En disant cela, je me rappelais le pseudonyme de Fantasio que cette dame m’avait indiqué.
— Non, non, ce n’est pas le cas. Il ne pense pas s’enrichir avec son livre.
— Oui, mais…
— Il n’en est rien.
— Bon, c’est entendu ; mais il vaut toujours mieux éclaircir ces questions d’argent. Je ne vous apprends pas que les bons comptes font les bons amis.
— Ici, il n’est pas question d’argent ; mon ami jouit d’un statut plutôt enviable.
Sur ce, la dame se remit à pérorer sur le grand monde, du temps où le marquis, la duchesse et le comte faisaient salon ici ou là et où Fernandito, Conchita, Lulú et Mimí contaient fleurette sur la Castellana et le Real.
— Vous avez oublié vos anciens amis — me dit-elle à la fin.
— Oui, peut-être. Que voulez-vous ? C’est qu’on perd la mémoire.
La dame au voile s’apprêta à partir, elle se leva et me tendit la main comme pour m’inviter à la lui baiser. Je pensai rapidement : un homme qui n’est même pas rasé, en pantoufles, avec des lunettes et un béret, n’a pas l’air vraiment à propos pour faire le baisemain aux dames, même si elles sont vieilles, et je me contentai de la lui serrer légèrement.
Deux jours plus tard, dans l’après-midi, j’étais au bureau, aux prises avec les épreuves d’imprimerie, un travail inventé par le diable au grand désespoir des écrivains et des typographes, lorsque se présenta un monsieur âgé d’une cinquantaine d’années, en habit de deuil, pâle, avec une barbe poivre et sel, des cheveux qui se faisaient rares et une lavallière flottante de couleur bleue. Il devait s’agir de Fantasio. On percevait que dans sa jeunesse il avait pu être un jeune homme élégant et ténébreux.
— Hier, une dame est venue vous parler de l’original d’un roman —me dit-il avec une certaine hésitation.
— Effectivement.
— Eh bien, je suis venu vous l’apporter. Et il me remit un dossier bleu contenant des feuillets.
— Très bien. Voulez-vous que je vous délivre un reçu ?
— Non, ce n’est pas la peine. Quand aurai-je une réponse ?
— Dans huit ou dix jours.
— Bon, je reviendrai dans dix jours. Si je ne reviens pas, faites de l’original ce que bon vous semblera.
Le monsieur romantique, probablement ténébreux dans sa jeunesse, me salua en s’inclinant profondément et il sortit de la pièce.
Je lus le roman. Je ne le trouvai pas mal du tout. Le monsieur ne revint pas. J’abandonnai le manuscrit dans un coin, au milieu d’une pile de dossiers sur les étagères et il réapparut longtemps après mélangé à d’autres papiers.
J’hésitai à publier le roman. À la fin, je me suis décidé à l’envoyer à l’imprimerie. Naturellement, je dois écrire, avant tout, que l’auteur de l’œuvre, ce n’est pas moi mais le mystérieux monsieur, que ses amis appelaient Fantasio, qui était dégarni et qui portait une lavallière flottante de couleur bleue.
Celui auquel il viendrait à l’esprit de comparer nos idées et nos penchants respectifs pourra remarquer qu’entre Fantasio et moi il y a de profondes divergences.

***

Claire nous propose sa traduction :

Peut-être certains de mes lecteurs savent-ils que j’ai fait l’expérience de plusieurs emplois, sans grande constance et sans grand succès. J’ai été un peu médecin, un peu industriel, un peu commerçant et un peu journaliste. J’ai aussi essayé d’être directeur littéraire dans une maison d’édition. Mon bureau de directeur se trouvait être une petite pièce avec une fenêtre donnant sur une cour. Il y avait peu de meubles dans la pièce : une table, une étagère avec des livres et des liasses de papier, une boîte en fer pour l’argent, probablement sans argent, et deux chaises. On accédait au bureau par un escalier extérieur en brique, muni d’une rampe en fer qui partait de l’angle de la cour.
Une fin d’après-midi d’un hiver froid et rude, je me consacrai à la tâche ingrate de correction d’épreuves d’imprimerie. Le poêle s’était éteint. Je portai un manteau, un béret et une écharpe, assis à ma table, lisant les galées, les lunettes sur le nez, quand se présenta une dame en deuil, portant un voile épais et dense sur le visage. La dame désirait me parler. Je l’incitai à s’asseoir et, comme l’obscurité avançait, j’allumai la lumière.
La dame se plaça dans la zone d’ombre et leva son voile. Elle faisait partie de ces dames protestantes sur le tard, et chez qui, pour la même raison, la vieillesse paraissait s’acharner, se jeter sur elles, non pas pour les égratigner ou les marquer mais pour les mordre et les piétiner. Elle avait de grandes cernes violettes, de nombreuses rides, les lèvres maquillées et la peau de son menton tombait en un goitre flasque, et pour éviter cela elle la maintenait avec un ruban large et noir comme une mentonnière.
La dame se mit à parler et à jaser comme une pie avec une voix prétentieuse et théâtrale. Elle avait fait ma connaissance, selon elle, il y a de nombreuses années dans les jardins du Buen Retiro, en compagnie du Marquis Un Tel et du banquier Machin, à l’époque où Une Telle et Machine attiraient l’attention à Madrid par leur élégance et leurs bijoux.
- Cette dame se trompe, pensai-je. Je n’ai jamais connu quiconque possédant le moindre sou.
- Il est impossible que vous ne vous souveniez pas de moi ! - s’exclama-t-elle de façon sentimentale, avec un ton d’actrice.
- C’est que je vieillis et que je perds la mémoire -dis-je, puis j’ajoutai- Et que puis-je faire pour vous ?
- Eh bien, vous voyez, j’ai un ami qui n’est plus très jeune, de notre époque, un homme charmant. Cet homme a écrit un roman et voudrait le publier.
- Et qui l’a en sa possession ?
- Moi.
- Eh bien, envoyez-le moi -déclarai-je avec un zèle feint-, je le lirai et si je le trouve intéressant je ferai en sorte qu’il soit publié.
- Vous le trouverez intéressant, c’est certain.
- De toute façon, il faudra que je le lise.
- Je vais faire en sorte que l’on vous l’envoie immédiatement.
- Comment s’appelle ce monsieur ?
- Quand bon vous semblera.
- Demain ou après-demain quelqu’un viendra vous l’apporter.
- Pour ce qui est des conditions si on le publie, il faudrait savoir ce que désire l’auteur. Il ne faudrait pas qu’il ait des prétentions démesurées et fantaisistes.
En disant cela, je me rappelai le pseudonyme de Fantasio que m’avait indiqué cette dame.
- Non, non, il ne s’agit pas de cela. Il ne pense pas s’enrichir grâce à son livre.
- Cependant…
- Rien, rien.
- Bon, ça va, mais c’est toujours mieux d’éclaircir les questions d’argent. Vous savez bien que les bons comptes font les bons amis.
- Ce n’est pas une question d’argent, mon ami a une bonne situation.
Cela dit, la dame repris son bavardage sur le grand monde, sur l’époque où le marquis, la duchesse et le comte se réunissaient ici où là et où Fernandito, Conchita, Lulú et Mimi flirtaient dans la Castellana ou le Real.
- Vous avez oublié vos vieux amis -me dit-elle à la fin.
- Oui, c’est possible, que voulez-vous, je perds la mémoire.
La dame au voile se prépara à partir, se leva et me tendit la main comme pour m’inviter à la lui baiser. Je pensai rapidement : un homme mal rasé, en pantoufles, portant des lunettes et un béret n’a pas la prétention de baiser la main des dames, mêmes si elles sont âgées, et je me contentai de la lui serrer légèrement.
Deux jours plus tard, dans l’après-midi, j’étais dans mon bureau, me démenant avec les épreuves d’imprimerie, travail inventé par le démon au désespoir des écrivains et des compositeurs, quand se présenta un monsieur de cinquante ou soixante ans environ, portant le deuil, pâle, avec une barbe noire et de grosses mèches argentées, une petite queue de cheval et une lavallière bleue flottante. Il devait s’agir de Fantasio. On comprenait que dans sa jeunesse il avait dû être un jeune homme élégant et ténébreux.
- Hier une dame est venue pour vous parler du manuscrit d’un roman –me dit-il avec une certaine hésitation.
- Oui.
- Eh bien, je viens vous l’apporter. Et il me confia un dossier bleu contenant des feuillets.
- Très bien. Voulez-vous que je vous donne un reçu ?
- Non, ce n’est pas nécessaire. Quand aurais-je la réponse ?
- D’ici huit à dix jours.
- Bon, je reviendrai dans dix jours. Si je ne reviens pas, faites ce que vous voulez du manuscrit.
Le romantique Monsieur, probablement ex-jeune ténébreux, me salua d’une profonde inclination et quitta la pièce.
Je lis le roman, le trouvai pas mal du tout, le monsieur ne revint pas. Je mis le manuscrit dans un coin, le laissai au milieu de nombreuses liasses de papier sur l’étagère et il réapparut longtemps après, mélangé à d’autres papiers.
J’hésitai à publier le roman. Finalement je me suis décidé à l’envoyer chez l’imprimeur. Evidemment je me dois de préciser avant tout que ce n’est pas moi l’auteur de l’œuvre mais l’homme mystérieux, appelé Fantasio par ses amis, qui portait une queue de cheval et une lavallière bleue flottante. Celui qui aura la fantaisie de comparer nos idées respectives et nos passions respectives pourra constater qu’entre Fantasio et moi il y a des différences marquées.

***

Brigitte nous propose sa traduction :

VERSION - BAROJA – Las Noches del Buen Retiro

Peut-être l’un de mes lecteurs sait-il que je me suis essayé à plusieurs emplois sans grande constance ni grand succès. J’ai été un peu médecin, un peu industriel, un peu commerçant et un peu journaliste. J’ai aussi tenté d’être directeur littéraire dans une maison d’éditions. Mon bureau se réduisait à une pièce exiguë avec fenêtre sur cour. Il y avait peu de meubles dans cette pièce : table, étagère avec livres et dossiers, un coffre-fort, pour les sans doute faibles rentrées d’argent, et deux chaises. On accédait au bureau par un escalier extérieur en brique avec une rampe en fer qui partait à l’angle de la cour.
Un soir d’hiver froid et maussade, je travaillais à l’ingrate tâche de correction d’épreuves d’imprimerie. Le poêle s’était éteint. J’étais en manteau, béret et écharpe, assis à ma table, lisant les placards, mes lunettes sur le nez, lorsque se présenta une femme en deuil avec un voile épais et opaque qui lui cachait le visage. La dame désirait me parler. Je la conviai à s’asseoir et, comme la nuit tombait, j’allumai la lumière.
La dame se plaça dans la zone d’ombre et releva son voile. Elle était de ces femmes qui refusent de vieillir et sur lesquelles, pour cette même raison, la vieillesse apparemment s’acharne, se jette sur elles non pour les égratigner et les marquer, mais pour les mordre et les piétiner.
Elle avait de grands cernes noirs, une multitude de rides, du rouge à lèvres et la peau du cou pendant en un goitre flasque qu’elle tentait de maintenir par un ruban large et noir telle une mentonnière.
La femme commença à parler -et elle avait la langue bien pendue- d’une voix ampoulée et théâtrale. Elle m’avait connu, selon ses dires, il y a fort longtemps, dans les jardins du Buen Retiro, en compagnie du marquis un Tel et du banquier Chose, lorsque Machine et Bidule attiraient tous les regards à Madrid par leur élégance et leurs parures.
- Cette dame fait erreur, pensai-je. Jamais je n’ai connu quiconque ayant plus de trois sous en poche.
- C’est incroyable que vous ne vous souveniez pas de moi ! – s’exclama-t-elle d’une manière sentimentale, avec un accent de comique.
- C’est qu’on se fait vieux et on perd la mémoire – dis-je, et j’ajoutai ensuite - : et qu’attendiez-vous de moi ?
- Et bien, voyez-vous, j’ai un ami qui n’est plus tout jeune, de notre génération, un homme charmant. Cet homme a écrit un roman et il souhaiterait le publier.
- Et qui l’a ?
- Moi.
- Et bien, envoyez-le moi – indiquai-je avec une ardeur feinte -, je le lirai et si je le trouve intéressant, je ferai en sorte qu’il soit publié.
- Vous le trouverez intéressant, sans aucun doute.
- De toute façon, il faudra bien que je le lise.
- Je ferai en sorte qu’il vous l’envoie immédiatement.
- Comment s’appelle ce monsieur ?
- Voyez-vous, il ne souhaite pas que son nom figure sur le livre.
- Alors, quel auteur mettrons-nous sur la couverture si le roman est publié ?
- Aucun.
- Non, ça non ; il faut toujours mettre un nom, vrai ou faux. Sinon le vrai nom, alors un pseudonyme.
- Il m’a dit que le mieux serait que vous écriviez un prologue et que vous disiez que c’est l’œuvre d’un inconnu que ses amis connaissaient sous le nom de Fantasio.
- Très bien. Nous ferons donc comme cela.
- Quand voulez-vous qu’on vous envoie l’original ?
- Quand vous le souhaiterez.
- Demain ou après demain, il viendra lui-même vous l’apporter.
- Concernant les conditions en cas de publication, il faudrait savoir ce que désire l’auteur. Qu’il n’ait pas de prétentions démesurées et fantaisistes.
En disant cela, je me rappelais le pseudonyme de Fantasio que cette dame m’avait indiqué.
- Non, non, ça non. Il ne pense pas s’enrichir avec son livre.
- Pourtant…
- Non, non pas du tout.
- Bon, très bien ; mais il vaut toujours mieux que les questions d’argent soient claires. Vous savez bien que les bons comptes font les bons amis.
- Il n’y a là aucune histoire d’argent ; mon ami jouit d’une bonne situation.
Après avoir dit cela, la dame revint à sa discussion sur le grand monde, quand le marquis, la duchesse, le comte se réunissaient ici et là et que Fernandito, Conchita, Lulu et Mimi se pavanaient sur la Castellana et le Real.
- Vous avez oublié vos anciens amis…- me dit-elle enfin.
- Oui, peut-être bien. Que voulez-vous ? On perd la mémoire.
La dame au voile s’apprêta à partir, se leva et me présenta sa main pour m’inviter à y déposer un baiser. Je réfléchis prestement : un homme mal rasé, en charentaises, avec des binocles et un béret n’a pas vraiment la tenue idéale pour faire le baise main aux dames, même âgées, et je me contentai de la lui serrer légèrement.
Deux jours plus tard, dans l’après-midi, j’étais dans mon bureau me démenant avec les épreuves d’impression, travail inventé par le diable en personne pour le plus grand désespoir des écrivains et des imprimeurs, lorsqu’ un homme entre cinquante et soixante ans se présenta, portant le deuil, pâle, avec une barbe noire parsemée de mèches d’argent, les cheveux un peu longs et une lavallière bleue dénouée.
C’était sans doute Fantasio. On comprenait que dans sa jeunesse il avait pu être un jeune homme fringant et ténébreux.
- Hier, une dame est venue vous parler de l’original d’un roman - me dit-il avec une certaine hésitation.
- Oui.
- Et bien, le voici, je vous l’ai apporté. Et il me remit une chemise bleue contenant des feuillets.
- Très bien. Voulez-vous que je vous donne un reçu ?
- Non, ce n’est pas nécessaire. Quand aurai-je la réponse ?
- Dans huit ou dix jours.
- Bien, dans dix jours, je reviendrai. Si je ne reviens pas, faîtes ce qu’il vous plaira de l’original.
L’homme romantique, probablement ex jeune ténébreux, prit congé en me saluant bien bas et sortit de la pièce.
J’ai lu le roman. Je l’ai trouvé pas mal du tout. L’homme ne revint pas. Je mis le manuscrit dans un coin, je le laissai parmi plusieurs autres dossiers sur l’étagère et il réapparut longtemps après, mélangé à d’autres papiers.
J’hésitai à publier le roman. Finalement, je me suis décidé à l’envoyer à l’impression. Naturellement, je dois préciser, avant toute chose, que l’auteur de cette œuvre n’est pas moi, mais bien le mystérieux homme appelé Fantasio par ses amis, portant cheveux longs et lavallière bleue.
Quiconque aura l’idée de comparer nos idées et nos goûts respectifs pourra constater qu’entre Fantasio et moi, il existe de nettes divergences.

1 commentaire:

Nathalie a dit…

Le texte semble compréhensible: je n'ai relevé que 2 coquilles :

l.4 je pense qu'il faut inverser "el ser";

l.12 il faut détacher "unas" de "pruebas".