vendredi 14 août 2009

Votre version de la semaine, Cabanas

En photo : El ladrón de tumbas par ´sankara

El calor era insoportable. Aunque el verano no había llegado todavía, el sol, que se había puesto ya hacía varias horas, había dejado la impronta de su sello como un poder pesado y asfixiante del que era imposible sustraerse. Dentro, la angustia era todavía mayor; implacable y letal, parecía haber quedado atrapada en aquel lugar oscuro y silencioso que hubiera desagradado incluso al mismo Set.
Sin embargo, a aquellas tres personas el hecho no parecía importarles demasiado. El más joven, un niño aún, miraba nervioso hacia la angosta salida. Los otros dos, hombres ya, se movían con extremada cautela en la agobiante penumbra del interior de aquella tumba.
Como sabedores de que no podrían permanecer demasiado tiempo allí, actuaban con la celeridad y concisión propias de quienes estaban habituados a tan tenebrosas prácticas; fruto, sin duda, de sórdidos años de experiencia.
El niño permanecía quieto, observando ensimismado los murales inscritos en las paredes hacía siglos. Siempre le pasaba igual, aquellas imágenes ejercían sobre él un magnetismo inexplicable que le abstraían de todo cuanto le rodeaba y solían producirle extraños sueños que, en ocasiones, le desasosegaban. Los jeroglíficos, repletos de letanías que contenían los usuales ritos mágicos para el eterno descanso del difunto, las escenas de su vida cotidiana, los dioses que le acompañaban a lo largo de los muros, la gran serpiente Apofis ; los monos... Sobre todo estos últimos le fascinaban, hasta el punto que un gran sentimiento de respeto se apoderaba de él haciéndole avergonzarse por encontrarse allí. Mas él no entendía nada de lo que significaban aquellas imágenes; no sabía quién era Apofis ni lo que representaban los monos baboon, ni mucho menos descifrar aquella escritura.
—¡Cuánto me gustaría conocer el significado de todos estos símbolos! —se decía para sí mientras con su pequeña lámpara iluminaba la pared.
—¡Nemenhat, deja de holgazanear y ven a alumbrarnos! Por todos los genios del Amenti . ¿A qué crees que has venido? —maldijo uno de los hombres.
El niño dio un respingo y se volvió presto tropezando con algunos de los objetos que se hallaban por el suelo; uno de los vasos canopos que contenían las vísceras del difunto cayó con estrépito haciéndose añicos. Fue como si la bóveda celeste se abriera sobre sus cabezas y todos los dioses al unísono les gritaran señalándoles con su dedo acusador. Kebehsenuf , uno de los guardianes de los «Cuatro Puntos Cardinales» y protector de los intestinos del muerto, yacía por los suelos roto en pedazos.
—¡Isis nos proteja!, hasta el superintendente de la necrópolis ha tenido que oírlo desde su casa. ¿Qué te ocurre hoy?
—Lo siento, abuelo, son las imágenes que me abstraen de este lugar.
—Imágenes, imágenes... Basta de tonterías y ayúdanos de una vez.
—Padre, esto es un mal augurio —dijo el tercer hombre.
—No temas, Shepsenuré, no es la primera vez que se rompe uno de los vasos; pero tendremos que hacer ofrendas a las cuatro diosas custodias . Y en cuanto a ti, Nemenhat, vas a aprender a moverte sin romper nada aunque tenga que molerte el trasero a bastonazos. Ahora acabemos cuanto antes.
El chiquillo obedeció y casi reptando se introdujo junto a ellos en el rincón más recóndito de la tumba.
Dentro, la sensación de claustrofobia era absoluta. El aire parecía no existir y el poco que pudiera haber era propiedad de aquella lámpara cuya tenue luz daba a sus cuerpos sudorosos un aspecto tan tenebroso como lo era el lugar.
El más viejo escrutó entre la penumbra con mirada experta. Allí parecía haber poco que llevarse. Quizás en alguno de los cofres encontraran algo de valor; pero todo apuntaba a que en la hora de su muerte aquel difunto no poseía fortuna alguna.
El abuelo, Sekemut, había sido el primero en encontrarla. Había rastreado el Valle de los Nobles durante meses en busca de algún hallazgo, hasta que finalmente dio con un hipogeo que tenía los sellos intactos. Ello le había hecho conferir fundadas esperanzas de sacar algo provechoso de su descubrimiento, pues la tumba de un noble siempre ofrecía buenas expectativas; mas ahora que recorría su vista por el interior sintió la habitual frustración por el trabajo baldío.
Sekemut llevaba robando tumbas desde hacía cuarenta años. Era su oficio, como lo fue de su padre, lo era también de su hijo y seguramente lo sería de su nieto. Era sumamente diestro en su trabajo, y el hecho de que en los últimos tiempos proliferara tanto aficionado en lo que consideraba un arte, le llenaba de tristeza. Tenía razón cuando decía que ya no había orden en Egipto. Corrían tiempos en los que todo estaba trastocado y cualquiera podía asaltar una tumba dejándola después como un muladar encendiendo a su vez la ira de los dioses. Porque, eso sí, Sekemut era muy respetuoso al respecto, poniendo gran cuidado de no romper nada en el interior, y si por desgracia alguna vez ocurría, se apresuraba a hacer ofrendas en su descargo. Además, tenía por costumbre no desvalijar las tumbas por completo, dejando siempre al difunto los bienes imprescindibles que necesitaría para su vida diaria en el Más Allá.
Su padre no había sido de la misma opinión y los dioses le castigaron. Fue detenido y condenado en tiempos del faraón Merenptah que mandó que le descoyuntaran por tamaños sacrilegios; así era el Maat .
Su hijo, Shepsenuré, alumno aventajado donde los hubiera, había acompañado a su padre en sus saqueos desde su más tierna infancia, aprendiendo con aprovechamiento todo cuanto Sekemut tuvo a bien enseñarle.
—Los oficios hay que aprenderlos de niños —había oído decir a su abuelo a menudo.
Y a fe que tenía razón el viejo, pues Shepsenuré podía tenerse por digno sucesor de sus ancestros. Mas, con buen criterio, su padre también decidió que aprendiera una profesión respetable y le envió al taller de Hapu, el carpintero, donde en sus ratos libres, el muchacho aprendió el oficio.
Junto a ellos, Nemenhat, el hijo de Shepsenuré, daba sus primeros pasos a fin de convertirse en un futuro en garante de tan lúgubre tradición. Para él, aquello no dejaba de ser un juego, macabro sin duda, pero un juego; muy diferente a los que solía practicar con los otros niños de su edad, pero también mucho más interesante. Sentía emociones extraordinarias, por ello era habitual verle mirar boquiabierto todo cuanto el mundo de los muertos le revelaba en el interior de aquellas tumbas.

Antonio Cabanas, El ladrón de tumbas, 2005.

***

Amélie nous propose sa traduction :

La chaleur était insupportable. Bien que l’été ne soit pas encore là, le soleil, levé depuis longtemps, avait marqué l’air de son sceau, tel un pouvoir lourd et asphyxiant qu’il était impossible de fuir. A l’intérieur, l’angoisse était encore plus palpable ; implacable et mortelle, comme si elle s’était faite enfermée dans ce lieu sombre et silencieux qui aurait déplu à Seth en personne.
Pourtant, cela ne paraissait pas trop déranger ces trois personnes. Le regard anxieux du plus jeune – ce n’était encore qu’un enfant – était tourné vers l’étroite sortie. Les deux autres – des hommes, des vrais – se déplaçaient avec une infime précaution dans la pénombre accablante de cette tombe. Comme s’ils savaient qu’ils n’allaient pas pouvoir rester là trop longtemps, ils agissaient avec la célérité et la concision de ceux qui étaient habitués à de si sombres pratiques ; le fruit, sans doute, de sordides années d’expériences.
L’enfant demeurait silencieux, absorbé dans la contemplation des peintures présentes sur les murs depuis des siècles. C’était toujours la même chose, ces images exerçaient sur lui un magnétisme inexplicable, le distrayant de tout ce qui l’entourait et lui faisant souvent faire des rêves étranges qui le troublaient parfois. Les hiéroglyphes, chargés des litanies que contenaient les rites magiques traditionnels pour le repos éternel du défunt, les scènes de leur vie quotidienne, les dieux qui les accompagnaient le long de ces murs, le grand serpent Apophis ; les singes… Ce sont surtout ces derniers qui le fascinaient, à tel point qu’un profond sentiment de respect s’emparait de lui ; il avait alors honte de se trouver là. Mais il ne comprenait rien à la signification de ces images ; il ne savait pas qui était Apophis, ni ce que représentaient les babouins, et encore moins déchiffrer cette écriture.
- Comme j’aimerais connaître la signification de tous ces symboles ! se disait-il tandis que sa petite lampe illuminait le mur.
- Nemenhat, arrête de traîner et vient nous éclairer ! Par tous les génies de l’Amenti ! T’es venu ici pour que faire, d’après toi ? – fulmina un des hommes.
L’enfant sursauta et fit volte-face, trébuchant sur certains objets qui jonchaient le sol ; un des vases canopes qui contenaient les viscères du défunt tomba dans un grand fracas, se brisant en mille morceaux. On aurait dit que la voûte céleste s’était ouverte au-dessus de leurs têtes et que tous les dieux leur criaient dessus à l’unisson, les désignant de leur doigt accusateur. Kebehsenuf, un de gardiens des « Quatre Points Cardinaux » et le protecteur des intestins du mort, gisait en morceaux sur le sol.
- Qu’Isis nous protège ! Même le surintendant de la nécropole a dû l’entendre de chez lui. Qu’est-ce que tu as aujourd’hui ?
- Désolé, grand-père, ce sont les peintures qui me distraient.
- Les peintures, les peintures… Arrête tes idioties et viens nous aider par la même occasion.
- Père, c’est un mauvais présage, dit le troisième homme.
- Ne crains rien, Shepsenuré, ce n’est pas la première fois qu’un des vases se casse ; mais nous devrons faire des offrandes aux quatre déesses protectrices. Quant à toi, Nemenhat, tu vas apprendre à te déplacer sans rien casser même si je dois te rouer le derrière à coups de bâton. A présent, finissons-en le plus vite possible.
Le petit garçon obéit et c’est presque en rampant qu’il s’immisça à leurs côtés dans le coin le plus retiré de la tombe.
A cet endroit, la sensation de claustrophobie était totale. L’air paraissait inexistant et le peu qu’il pouvait y avoir était la propriété de cette lampe, dont la lumière ténue donnait à leurs corps en sueur un aspect aussi sombre que l’endroit où ils se trouvaient.
Le plus âgé scruta la pénombre d’un regard expert. Il ne semblait pas y avoir grand-chose à prendre. Peut-être un de ces coffres contenait-il quelque chose de valeur, mais tout indiquait qu’à l’heure de sa mort, ce défunt ne possédait aucune fortune.
C’était le grand-père, Sekemut, qui l’avait trouvée en premier. Il avait ratissé la Vallée des Nobles pendant des mois en quête d’une quelconque découverte, jusqu’à ce qu’il tombe sur un hypogée dont les scellés étaient intacts. Cela l’avait conduit à entretenir des espoirs fondés dans cette découverte, pensant qu’il en sortirait quelque chose de fructueux, car la tombe d’un noble offrait toujours de bonnes expectatives ; mais maintenant qu’il fouillait l’intérieur du regard, il ressentait la frustration habituelle du travail inutile.
Sekemut avait passé quarante ans à piller des tombes. C’était son métier, le même que son père, c’était également celui de son fils, et il en serait certainement de même pour son petit-fils. Il était extrêmement adroit dans son travail, et ces derniers temps, le fait de voir se multiplier les amateurs dans ce qu’il considérait comme un art le remplissait de tristesse. Il avait raison quand il disait qu’il n’y avait plus d’ordre en Egypte. On vivait à une époque où tout était déréglé, n’importe qui pouvait assaillir une tombe et la laisser dans le même état qu’un dépotoir, déchaînant à son tour la colère des dieux. Car, il faut le reconnaître, Sekemut était très respectueux à ce sujet, prenant grand soin de ne rien casser à l’intérieur, et si par malheur, cela venait à arriver, il s’empressait de faire des offrandes pour se faire pardonner. De plus, il avait pour habitude de ne pas dévaliser les tombes entièrement, laissant toujours au défunt les biens indispensables à sa vie quotidienne dans l’Au-delà.
Son père n’avait pas eu la même attitude, et les dieux le punirent. Il fut arrêté et condamné, au temps du pharaon Merenptah qui le fit démantibuler pour de si grands sacrilèges ; ainsi était Maât.
Son fils, Shepsenuré, élève remarquable, avait accompagné son père dans ses pillages depuis sa plus tendre enfance, progressant grâce à l’apprentissage de tout ce que son père voulut bien lui enseigner.
- C’est quand on est gamin qu’il faut apprendre un métier – avait-il souvent entendu de la bouche de son grand-père.
Et il avait sûrement raison, le grand-père, car Shepsenuré pouvait se prétendre digne successeur de ces ancêtres. Mais son père décida aussi, à raison, qu’il apprendrait une profession respectable, et l’envoya à l’atelier de Hapu, le menuisier, où le jeune homme appris le métier pendant son temps libre.
A leurs côtés, Nemenhat, fils de Shepsenuré, fit ses premiers pas dans le but de devenir, plus tard, le garant d’une si lugubre tradition. Pour lui, tout cela n’était qu’un jeu, macabre, ça oui, mais un jeu quand même ; très différent de ceux auxquels il avait l’habitude de jouer avec les autres enfants de son âge, mais également bien plus intéressant. Il ressentait des émotions extraordinaires, c’est pourquoi il n’était pas rare de le voir bouche bée, à contempler tout ce que le monde des morts lui révélait à l’intérieur de ces tombes.

***

Chloé nous propose sa traduction :

La chaleur était insupportable. Bien que l’été ne soit pas encore arrivé, le soleil, levé depuis plusieurs heures déjà, avait apposé son sceau comme une puissance pesante et asphyxiante à laquelle il était impossible de se soustraire. A l’intérieur, l’angoisse était encore plus grande ; implacable et mortelle, elle paraissait avoir été emprisonnée dans cet endroit obscur et silencieux qui aurait déplu à Seth lui-même.
Cependant, ces trois personnes là ne semblaient pas trop s’en inquiéter. Le plus jeune, encore un enfant, regardait nerveusement l’étroite sortie. Les deux autres, des hommes déjà, se déplaçaient avec une extrême prudence dans l’étouffante pénombre de cette tombe.
Comme s’il savaient qu’ils ne pourraient pas rester là trop longtemps, ils agissaient avec la rapidité et la concision propres à ceux qui sont habitués à de si sombres pratiques; fruit, sans doute, de sordides années d’expérience.
L’enfant restait silencieux, observant ce qui était peint sur les murs depuis des siècles. C’était toujours la même chose, ces peintures exerçaient sur lui un magnétisme inexplicable, le rendaient indifférent à tout ce qui l’entourait, et lui faisait souvent faire des rêves étranges qui, parfois, l’effrayaient. Les hiéroglyphes, chargés des litanies que contiennent les rites magiques traditionnels pour le repos éternel du défunt, les scènes de sa vie quotidienne, les dieux qui l’accompagnaient tout au long des murs, Apophis le serpent géant ; les singes…Par dessus tout ces derniers le fascinaient, à tel point qu’un profond sentiment de respect s’emparait de lui, le faisant se sentir honteux d’être là. Mais il ne comprenait rien à ce que signifiaient ces images ; il ne savait pas qui était Apophis, ni ce que représentaient les babouins, et encore moins déchiffrer cette écriture.
Qu’est-ce que j’aimerais connaître la signification de tous ces symboles ! – se disait-il pendant qu’il illuminait le mur avec sa petite lanterne.
Nemenhat, arrête de jouer et viens nous éclairer ! Par tous les génies de l’Amenti ! Pourquoi crois-tu être venu, hein ? – maugréa un des hommes.
L’enfant sursauta et fit volte-face, trébuchant sur des objets qui jonchaient le sol ; un des vases canopes qui contenait les viscères du défunt tomba bruyamment et se brisa en milles morceaux. Ce fut comme si la voûte céleste s’ouvrait au dessus de leur tête et que tous les dieux, à l’unisson, leur criait dessus en les montrant de leur doigt accusateur. Kebehsenuf, un des gardiens des « Quatre Points Cardinaux » et protecteur des intestins du mort, gisait en morceaux sur le sol.
Qu’ Isis nous protège ! Même le surintendant de la nécropole a dû l’entendre de chez lui. Qu’est-ce qu’il t’arrive aujourd’hui ?
Désolé, grand-père, ce sont les images qui me distraient.
Les images, les images…Ca suffit avec ces bêtises et aide-nous à la fin.
Père, c’est un mauvais présage – dit le troisième homme.
Ne crains rien, Shepsenuré, ce n’est pas la première fois qu’un des vases se brise ; mais on devra faire des offrandes aux quatre déesses protectrices. Et quant à toi, Nemenhat, tu vas apprendre à te déplacer sans rien casser même si je dois de flanquer des coups de bâton aux fesses pour y arriver.
Maintenant, finissons en au plus vite.
Le petit garçon obéit et se faufila à leurs côtés presque en rampant, dans le coin le plus retiré de la tombe.
A l’intérieur, la sensation de claustrophobie était absolue. L’air paraissait être inexistant et le peu qu’il pouvait y avoir était la propriété de cette lanterne, dont la faible lueur donnait à leur corps en sueur un aspect aussi ténébreux que l’était ce lieu.
Le plus âgé scruta la pénombre d’un œil expert. Ici, il semblait y avoir peu de choses à se mettre dans la poche. Peut-être trouveraient-ils quelque chose de valeur dans un de ces coffres ; mais tout indiquait qu’à l’heure de sa mort, ce défunt ne possédait aucune fortune.
Le grand-père, Sekemut, avait été le premier à la trouver. Il avait ratissé la Vallée des Nobles pendant des mois en quête d’une quelconque trouvaille, jusqu’à ce qu’il tombe sur un hypogée dont les scellés étaient encore intacts. Cela lui avait rendu bon espoir de tirer quelque profit de sa découverte, car la tombe d’un noble offrait toujours de bonnes surprises. Mais maintenant qu’il observait l’intérieur, il ressentait l’habituelle frustration du travail inutile.
Sekemut pillait des tombes depuis quarante ans. C’était son métier, comme celui de son père, de son fils et serai certainement celui de son petit-fils. Il était vraiment habile dans son travail, et ces derniers temps, le fait de voir proliférer les amateurs de ce qu’il considérait être un art, l’attristait beaucoup. Il avait raison quand il disait qu’il n’y avait plus d’ordre en Egypte. Ils traversaient une époque où tout était sans dessus- dessous, où n’importe qui pouvait piller une tombe pour la laisser ensuite comme un dépotoir, déchaînant ainsi la fureur des dieux.
Car ça, oui, Sekemut était très respectueux à ce sujet, faisant très attention à ne rien casser à l’intérieur, et si par malheur cela venait à arriver, il s’empressait de faire des offrandes pour se faire pardonner. De plus, il avait pour habitude de ne pas dévaliser entièrement les tombes, il laissait toujours au défunt les biens indispensables à sa vie quotidienne dans l’Au-delà.
Son père n’avait pas été de cet avis et les dieux l’avaient puni. Il avait été arrêté et condamné à l’époque du pharaon Merentpah qui avait ordonné qu’on l’écartèle pour de si grands sacrilèges ; ainsi était Maat.
Son fils, Shepsenuré, élève doué, avait accompagné son père dans ses pillages depuis sa plus tendre enfance, en profitant de tout ce que son père avait bien voulu lui enseigner pour apprendre.
Le travail, il faut l’apprendre dès le plus jeune âge – avait-il souvent entendu dire son grand-père.
Et le grand-père avait certainement raison, car Shepsenuré pouvait se prétendre digne successeur de ces ancêtres. Cependant, sur de bons arguments, son père avait aussi décidé qu’il apprendrait un métier respectable et l’avait envoyé à l’atelier de Hapu, le charpentier, où pendant son temps libre, le garçon apprenait le métier.
A leurs côtés, Nemenhat, le fils de Shepsenuré, faisait ses premiers pas, pour devenir plus tard le garant de cette tradition si lugubre.
Lui considérait toujours cela comme un jeu, macabre, sans aucun doute, mais un jeu quand même, très différent de ceux auxquels il avait l’habitude de jouer avec les autres enfants de son âge, mais aussi beaucoup plus intéressant. Il ressentait des émotions extraordinaires, c’est pourquoi il n’était pas rare de le voir, bouche bée, regarder tout ce que le monde des morts lui révélait à l’intérieur de ces tombes.

***

Laëtitia Sw nous propose sa traduction :

La chaleur était insupportable. Bien que l’été ne fût pas encore là, le soleil qui s’était couché depuis plusieurs heures déjà, avait laissé une empreinte pesante et asphyxiante à laquelle il était impossible de se soustraire. À l’intérieur, l’angoisse en était d’autant plus grande ; implacable et létale, on aurait dit qu’elle était restée emprisonnée dans ce lieu obscur et silencieux, ce dont Set lui-même aurait pu être incommodé.
Cependant, les trois individus semblaient s’en arranger. Le plus jeune, qui n’était encore qu’un enfant, jetait des coups d’œil nerveux vers l’angoissante ouverture. Les deux autres, des hommes dans la force de l’âge, évoluaient avec une extrême prudence dans la pénombre étouffante à l’intérieur de cette tombe.
Sachant qu’ils ne pourraient pas y rester trop longtemps, ils agissaient avec la rapidité et la précision de ceux qui étaient habitués à pratiquer des activités aussi obscures, résultant sûrement de sordides années d’expérience.
L’enfant demeurait silencieux, observant, tout à ses pensées, les fresques peintes sur les parois depuis des siècles. C’était toujours la même chose, ces images exerçaient sur lui un magnétisme inexplicable qui le conduisait à faire abstraction de tout ce qui l’entourait et à imaginer souvent des rêves étranges qui le plongeaient parfois dans le trouble. Les hiéroglyphes étaient ponctués de litanies renfermant les habituels rites magiques pour le repos éternel du défunt, les scènes de sa vie quotidienne, les dieux qui l’accompagnaient le long des parois, le grand serpent Apophis ; les singes... C’étaient surtout ces derniers qui le fascinaient, au point qu’un grand sentiment de respect s’emparait de lui et le rendait tout honteux de se trouver là. Pourtant, il ne comprenait rien à la signification de ces images ; il ne savait pas qui était Apophis ni ce que représentaient les singes babouin et il savait encore moins déchiffrer cette écriture.
— Comme j’aimerais connaître la signification de tous ces symboles ! —se disait-il en son for intérieur, tandis que de sa petite lampe il illuminait la paroi.
— Nemenhat, arrête de paresser et viens nous éclairer ! Par tous les génies de l’Amenti ! Qu’est-ce que tu crois que tu es venu faire ici ? — maugréa un des hommes.
L’enfant sursauta et se retourna vivement, trébuchant sur quelques objets qui se trouvaient par terre ; un des vases canopes qui contenaient les viscères du défunt se brisa en mille morceaux dans un grand fracas. Ce fut comme si la voûte céleste s’ouvrait au-dessus de leurs têtes et comme si tous les dieux à l’unisson se mettaient à crier en pointant sur eux un doigt accusateur. Kebehsenuf, un des gardiens des « Quatre Points Cardinaux » et le protecteur des intestins du mort, gisait par terre, réduit en miettes.
— Qu’Isis nous protège !, même le surintendant de la nécropole a dû entendre le vacarme depuis sa maison. Mais qu’est-ce que tu as aujourd’hui ?
— Désolé, grand-père, ce sont les images de ce lieu qui m’absorbent.
— Les images, les images... Arrête tes bêtises et viens nous aider une bonne fois pour toute.
— Père, c’est de mauvais augure — dit le troisième homme.
— Ne crains rien, Shepsenuré, ce n’est pas la première fois qu’un de ces vases se brise ; mais nous devrons faire des offrandes aux quatre déesses gardiennes. Quant à toi, Nemenhat, tu apprendras à te déplacer sans rien casser, sinon je devrais de rosser l’arrière-train à coups de bâtons. Bon, maintenant, terminons ça au plus vite.
Le gamin obéit et il s’introduisit dans la tombe pour les rejoindre, presque en rampant, dans le coin le plus reculé.
À l’intérieur, la sensation de claustrophobie était totale. L’air semblait inexistant et le peu qu’il pouvait y avoir était absorbé par cette torche dont la faible clarté donnait à leurs corps en sueur un aspect aussi inquiétant que l’était le lieu en question.
Le plus âgé scruta à travers la pénombre d’un regard expert. À cet endroit, il semblait n’y avoir que peu d’objets à emporter. Peut-être trouveraient-ils dans un des coffres quelque chose de valeur ; mais tout semblait indiquer qu’à l’heure de sa mort ce défunt-là ne possédait aucune fortune.
Le grand-père, Sekemut, avait été le premier à trouver la tombe. Il avait sillonné la Vallée des Rois pendant des mois en quête d’une quelconque trouvaille, jusqu’à ce que finalement il buttât sur un hypogée dont les sceaux étaient intacts. Ce détail lui avait permis de nourrir des espoirs fondés quant à la possibilité de retirer quelque profit de sa découverte, car la tombe d’un roi était toujours pleine de promesses ; mais alors qu’il balayait de son regard l’intérieur de celle-ci, il ressentit la frustration habituelle née du travail inutile.
Sekemut pillait des tombes depuis maintenant quarante ans. C’était son métier, comme cela avait été celui de son père ; c’était aussi celui de son fils et ce serait sûrement celui de son petit-fils. Il était extrêmement habile dans son travail, et le fait que ces derniers temps un tel amateurisme abondait dans ce qu’il considérait comme un art, l’emplissait de tristesse. Il avait raison quand il disait que l’ordre ne régnait plus en Égypte. Par les temps qui couraient, tout était bouleversé et n’importe qui pouvait assaillir une tombe, pour la laisser tel un dépotoir, déclenchant par là même la colère des dieux. À cet égard, Sekemut était très respectueux ; en effet, il veillait scrupuleusement à ne rien casser à l’intérieur, et si par malheur cela devait parfois arriver, il se hâtait de faire des offrandes pour se dédouaner. En outre, il avait pour habitude de ne pas dévaliser entièrement les tombes ; il laissait toujours au défunt les biens indispensables à sa vie quotidienne dans l’Au-Delà.
Son père n’avait pas été du même avis, et les dieux l’avaient puni. Il avait été arrêté et condamné à l’époque du pharaon Merenptah, lequel avait ordonné qu’il fût écartelé pour de si grands sacrilèges ; le Maat était ainsi.
Son fils, Shepsenuré, élève remarquable s’il en est, avait accompagné son père dans ses pillages depuis sa plus tendre enfance, apprenant avec profit tout ce que Sekemut avait cru bon lui enseigner.
— C’est enfant que le métier s’apprend — avait-il souvent entendu dire à son grand-père.
Pour sûr que le grand-père avait raison, car Shepsenuré pouvait se considérer comme le digne successeur de ses aïeux. Mais, comme il faisait preuve de bon sens, son père avait également décidé qu’il apprendrait une profession respectable et il l’avait envoyé à l’atelier de Hapu, le charpentier, où à ses moments perdus, le jeune homme avait appris le métier.
Leur succédant, Nemenhat, le fils de Shepsenuré, faisait ses premiers pas dans ce qui devait le conduire à l’avenir à être le garant de cette tradition si lugubre. Pour lui, ce n’était pour l’instant qu’un jeu, macabre sans doute, mais un jeu quand même ; très différent de ceux qu’il avait l’habitude de pratiquer avec les autres enfants de son âge, mais aussi beaucoup plus intéressant. Il éprouvait des sensations extraordinaires ; aussi, il était habituel de le voir regarder bouche bée tout ce que le monde des morts lui révélait à l’intérieur de ces tombes.

***

Brigitte nous propose sa traduction :

La chaleur était insupportable. Bien que l’été ne soit pas encore arrivé, le soleil, qui s’était déjà couché depuis plusieurs heures, avait laissé l’empreinte de son sceau, comme un pouvoir lourd et étouffant auquel il était impossible de se soustraire. A l’intérieur, l’angoisse était encore plus grande ; implacable et mortelle, elle semblait avoir été confinée en ce lieu sombre et silencieux qui aurait même déplu à Seth en personne.
Pourtant, cela ne semblait guère avoir d’importance pour ces trois individus. Le plus jeune, encore un enfant, regardait, inquiet, en direction de l’étroite issue. Les deux autres, déjà des hommes, se déplaçaient avec une extrême prudence dans l’obscurité oppressante des entrailles de la tombe.
Conscients qu’ils ne pourraient rester là trop longtemps, ils agissaient avec la vitesse et la précision propres aux coutumiers d’aussi sombres pratiques ; fruit, sans doute, de tristes années d’expérience.
L’enfant restait immobile, observant, songeur, les fresques peintes sur les parois il y a des siècles. Il lui arrivait toujours la même chose : ces inscriptions exerçaient sur lui une fascination inexplicable qui lui faisait faire abstraction de tout ce qui l’entourait et qui avaient coutume de lui causer d’étranges rêves qui, parfois, le perturbaient. Les hiéroglyphes, remplis de litanies qui contenaient les rites magiques d’usage pour le repos éternel du défunt, les scènes de sa vie quotidienne, les dieux qui l’accompagnaient tout le long des murs, le grand serpent Apophis ; les singes…C’était surtout ces derniers qui le fascinaient, à tel point qu’un profond sentiment de respect l’envahissait, lui faisant honte de se trouver là. Mais il ne comprenait rien de ce que signifiaient ces dessins ; il ne savait pas qui était Apophis, ni ce que représentaient les babouins, encore moins déchiffrer cette écriture.
- Comme j’aimerais connaître le sens de tous ces symboles ! – se disait-il en lui-même avec sa petite lampe qui illuminait le mur.
- Nemenhat ! – arrête de flemmarder et vient nous éclairer ! Par tous les génies de l’Amenti. Tu crois que tu es venu pour quoi faire ? – maugréa l’un des hommes.
- Le gamin sursauta et se retourna prestement, trébuchant sur des objets qui se trouvaient au sol ; l’un des vases canopes qui contenaient les viscères du défunt tomba dans un grand fracas, réduit en miettes. Ce fut comme si la voûte céleste s’ouvrait au-dessus de leurs têtes et que tous les dieux leur hurlaient dessus à l’unisson en les désignant de leur doigt accusateur. Kébehsénouf, l’un des gardiens des « Quatre points cardinaux » et protecteur des intestins du mort, gisait à terre, brisé en mille morceaux.
- Qu’Isis nous protège !, même le surintendant de la nécropole a dû entendre de chez lui. Qu’est-ce qui t’arrive aujourd’hui ?
- Je suis désolé, grand-père, ce sont les dessins qui me font m’évader de cet endroit.
- Les dessins, les dessins…Ca suffit les bêtises et aide-nous une bonne fois.
- Père, c’est mauvais signe - dit le troisième homme.
- N’aie crainte, Shepsenuré, ce n’est pas la première fois qu’un vase se casse ; mais nous devrons faire des offrandes aux quatre déesses protectrices. Quant à toi, Nemenhat, tu vas apprendre à te déplacer sans rien casser, sinon je vais te caresser le derrière à coups de bâtons. Maintenant, finissons-en le plus vite possible.
- Le garçonnet obéit et il se glissa presqu’en rampant jusqu’à eux dans le coin le plus reculé de la tombe.
A l’intérieur, la sensation de claustrophobie était totale. L’air paraissait inexistant et le peu qu’il pouvait y avoir était seule propriété de cette lampe dont la lumière blafarde donnait à leurs corps en sueur un aspect aussi lugubre que l’était l’endroit.
Le plus vieux scruta la pénombre d’un regard expert. Il semblait y avoir là bien peu à emporter. Peut-être trouveraient-ils dans l’un des coffres quelque objet de valeur ; mais tout indiquait qu’à l’heure de sa mort ce défunt ne possédait pas la moindre fortune.
Le grand-père, Sekemut, avait été le premier à la trouver. Il avait ratissé la Vallée des Nobles pendant des mois à la recherche de quelque trouvaille, jusqu’à ce qu’il tombe finalement sur cet hypogée dont les scellés étaient intacts. Il avait fondé de solides espoirs de tirer quelque profit de sa découverte, car la sépulture d’un noble offrait de belles perspectives ; mais à présent que son regard parcourait l’intérieur, il éprouva la frustration habituelle du travail infructueux.
Sekemut pillait des tombes depuis quarante ans. C’était son métier, comme il avait été celui de son père, comme il était celui de son fils et comme, certainement, il serait celui de son petit-fils. Il était extrêmement habile dans son travail, et le fait que, ces derniers temps, un si grand nombre d’amateurs pullulent dans ce qu’il considérait un art, le remplissait de tristesse. Il avait raison de dire qu’il n’y avait plus d’ordre en Egypte. Les temps couraient où tout était chamboulé et n’importe qui pouvait piller une tombe, la laissant ensuite tel un dépotoir, éveillant alors la colère des dieux. Parce que, ça oui, Sekemut était très respectueux à cet égard, prenant grand soin de ne rien casser à l’intérieur, et si par malheur cela arrivait une fois, il s’empressait de faire des offrandes à sa décharge. En outre, il avait pour habitude de ne pas dépouiller totalement les tombes, laissant toujours au défunt les biens indispensables dont il aurait besoin pour sa vie quotidienne dans l’Au Delà.
Son père n’avait pas été du même avis et les dieux le punirent. Il fut arrêté et condamné au temps du pharaon Merenptah qui ordonna qu’il soit démembré pour graves sacrilèges : tel était le Maat.
Son fils, Shepsenuré, élève en avance, si l’on peut dire, avait accompagné son père dans ces pillages depuis sa plus tendre enfance, apprenant avec profit tout ce que Sekemut jugea bon de lui enseigner.
- Un métier, ça s’apprend quand on est petit – avait-il souvent entendu dire son grand-père.
Et ma foi, le vieil homme avait raison, car Shepsenuré pouvait se considérer digne successeur de ses ancêtres. Mais, bien avisé, son père décida également qu’il apprendrait une profession respectable et il l’envoya à l’atelier de Hapu, le charpentier, où, pendant ses moments libres, le garçon apprit le métier.
A leurs côtés, Nemenhat, le fils de Shepsenuré, faisait ses premiers pas afin de devenir, dans le futur, le garant d’une si funeste tradition. Pour lui, ce n’était qu’un jeu, macabre, sans doute, mais un jeu ; très différent de ceux auxquels jouaient généralement les autres enfants de son âge, mais aussi beaucoup plus intéressant. Il ressentait des émotions extraordinaires, c’est pourquoi il était habituel de le voir regarder, bouche bée, tout ce que le monde des morts lui révélait à l’intérieur de ces tombes.

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