dimanche 13 septembre 2009

Votre thème du week-end, Flaubert

En photo : Statue de Gustave Flaubert,..., par Guillaume R. Cingal

Comme il faisait une chaleur de 33 degrés, le boulevard Bourdon se trouvait absolument désert.
Plus bas le canal Saint-Martin, fermé par les deux écluses étalait en ligne droite son eau couleur d’encre. Il y avait au milieu, un bateau plein de bois, et sur la berge deux rangs de barriques.
Au delà du canal, entre les maisons que séparent des chantiers le grand ciel pur se découpait en plaques d’outremer, et sous la réverbération du soleil, les façades blanches, les toits d’ardoises, les quais de granit éblouissaient. Une rumeur confuse montait du loin dans l’atmosphère tiède ; et tout semblait engourdi par le désœuvrement du dimanche et la tristesse des jours d’été.
Deux hommes parurent.
L’un venait de la Bastille, l’autre du Jardin des Plantes. Le plus grand, vêtu de toile, marchait le chapeau en arrière, le gilet déboutonné et sa cravate à la main. Le plus petit, dont le corps disparaissait dans une redingote marron, baissait la tête sous une casquette à visière pointue.
Quand ils furent arrivés au milieu du boulevard, ils s’assirent à la même minute, sur le même banc.
Pour s’essuyer le front, ils retirèrent leurs coiffures, que chacun posa près de soi ; et le petit homme aperçut écrit dans le chapeau de son voisin : Bouvard ; pendant que celui-ci distinguait aisément dans la casquette du particulier en redingote le mot : Pécuchet.
– Tiens ! dit-il nous avons eu la même idée, celle d’inscrire
notre nom dans nos couvre-chefs.
– Mon Dieu, oui ! on pourrait prendre le mien à mon bureau !
– C’est comme moi, je suis employé.
Alors ils se considérèrent.
L’aspect aimable de Bouvard charma de suite Pécuchet.
Ses yeux bleuâtres, toujours entreclos, souriaient dans son visage coloré. Un pantalon à grand-pont, qui godait par le bas sur des souliers de castor, moulait son ventre, faisait bouffer sa chemise à la ceinture ; – et ses cheveux blonds, frisés d’eux-mêmes en boucles légères, lui donnaient quelque chose d’enfantin.
Il poussait du bout des lèvres une espèce de sifflement continu.
L’air sérieux de Pécuchet frappa Bouvard.
On aurait dit qu’il portait une perruque, tant les mèches garnissant son crâne élevé étaient plates et noires. Sa figure semblait tout en profil, à cause du nez qui descendait très bas.
Ses jambes prises dans des tuyaux de lasting manquaient de proportion avec la longueur du buste ; et il avait une voix forte, caverneuse.
Cette exclamation lui échappa : – Comme on serait bien à la campagne !
Mais la banlieue, selon Bouvard, était assommante par le tapage des guinguettes. Pécuchet pensait de même. Il commençait néanmoins à se sentir fatigué de la capitale, Bouvard aussi.
Et leurs yeux erraient sur des tas de pierres à bâtir, sur l’eau hideuse où une botte de paille flottait, sur la cheminée d’une usine se dressant à l’horizon ; des miasmes d’égout s’exhalaient. Ils se tournèrent de l’autre côté. Alors, ils eurent devant eux les murs du Grenier d’abondance.
Décidément (et Pécuchet en était surpris) on avait encore plus chaud dans les rues que chez soi !
Bouvard l’engagea à mettre bas sa redingote. Lui, il se moquait du qu’en dira-t-on !
Tout à coup un ivrogne traversa en zigzag le trottoir ; – et à propos des ouvriers, ils entamèrent une conversation politique. Leurs opinions étaient les mêmes, bien que Bouvard fût peut-être plus libéral.

Gustave Flaubert, Bouvard et Pécuchet, 1881.

Sonita nous propose sa traduction :

Como hacía un calor de 33 grados, el boulevard Bourdon se encontraba absolutamente desierto.
Más abajo, el canal de Saint-Martin, cerrado por las dos esclusas desplegaba en una línea recta su agua color tinta. Había en el medio, un barco lleno de madera, y en la orilla dos filas de barricas.
Más allá del canal, entre las casas que separan las obras del gran cielo puro se dibujaban en placas de ultramar, y bajo la reverberación del sol, las fachadas blancas, los tejados de pizarra, los muelles de granito deslumbraban. Un rumor confuso subía a lo lejos en la atmósfera cálida; y todo parecía entumecido por la ociosidad del domingo y la tristeza de los días de verano.
Dos hombres aparecieron.
Uno llegaba de la Bastille y el otro del Jardin des Plantes. El más alto, vestido de tela, caminaba con el sombrero hacia atrás, el chaleco desabotonado y su corbata en la mano. El más bajo, cuyo cuerpo desparecía en un redingote café, iba cabizbajo debajo de una gorra de visera puntiaguda.
Cuando llegaron a la mitad del boulevard se sentaron al mismo tiempo, en el mismo banco. Para secarse la frente quitaron sus sombreros, que cada uno guardó a su lado; y el hombre bajito divisó en el sombrero de su vecino: Bouvard, mientras éste distinguía fácilmente en la gorra del particular en redingote: Pécuchet.
- ¡Ora! Tuvimos la misma idea, la de inscribir nuestros nombres en los sombreros.
- ¡Por Dios, sí! ¡Alguien podría llevarse el mío de la oficina!
-Yo por igual, soy empleado.
Entonces se consideran. El aspecto amable de Bouvard encantó de inmediato a Pécuchet. Sus ojos azulados, siempre semicerrados, sonreían en su rostro colorado. Un pantalón con puente, que hacía pliegues en la parte de abajo sobre unos zapatos de castor, le ceñía el vientre, y hacía ahuecarse su camisa en la cintura; - y su pelo rubio, rizado naturalmente en rizos ligeros, le daba cierto aire infantil.
De su boca salía, ligeramente, una especie de silbato continuo. El aspecto serio de Pécuchet impresionó a Bouvard. Parecía que llevaba una peluca por como las mechas que cubrían su cráneo alto eran chatas y negras. Su rostro siempre parecía estar de perfil por su nariz alargada. Sus piernas agarradas de unos tubos de lasting estaban desproporcionadas con lo largo de su busto; y tenía una voz ronca, cavernosa. Esta exclamación se le escapó: -¡Cómo estaríamos bien en la campiña!
Pero los suburbios según Bouvard eran fastidiosos a causa del alboroto de los merenderos. Pécuchet lo mismo pensaba. Sin embargo, empezaba a cansarse de la capital, Bouvard también.
Y sus ojos vagaban sobre el montón de piedras para la construcción, sobre el agua horrenda donde flotaba un manojo de paja, sobre la chimenea de una fábrica que se alzaba en el horizonte; unos miasmas de los desagües se exhalaban. Se dieron la vuelta al otro lado. Entonces encontraron delante de sus ojos los muros del Granero de la abundancia.
En definitiva (y a Pécuchet, esto lo sorprendía) ¡hacía más calor en las calles que en sus casas!
Bouvard le alentó a que quitara su redingote. ¡A él le daba igual lo que la gente dijera!
De repente un borracho cruzó la acera en zigzag. Entonces entablaron una conversación política sobre los obreros. Sus opiniones eran las mismas, aunque Bouvard fuera quizá un poco más liberal.

***

Laëtitia nous propose sa traduction :

Como hacía un calor de 33 grados, el bulevar Bourdon estaba totalmente desierto.
Más abajo, el canal San Martín, cerrado por ambas esclusas, extendía en línea recta su agua color de tinta. Había en el medio un barco lleno de madera, y en la orilla dos hileras de barricas.
Más allá del canal, entre las casas que separan de los astilleros el gran cielo puro, se destacaban en placas de ultramar y bajo la reverberación del sol las fachadas blancas y los techos de pizarras ; y deslumbraban los muelles de granito. Un rumor confuso subía a lo lejos en la atmósfera tibia ; y todo parecía entumecido por la holganza del domingo y la tristeza de los días de verano.
Dos hombres aparecieron.
Uno venía de la Bastille, otro del Jardín de las Plantas. El más alto, vestido de tela, andaba con el sombrero hacia atrás, el chaleco desabrochado y la corbata en la mano. El más bajo, cuyo cuerpo desaparecía en una levita marrón, inclinaba la cabeza bajo una gorra de visera puntiaguda.
Cuando llegaron en medio del bulevar, se sentaron en el mismo minuto en el mismo banco.
Para enjugarse la frente, se quitaron las tocas, que cada uno puso cerca de sí ; y el pequeño vio escrito en el sombrero de su vecino : Bouvard ; mientras que éste distinguía fácilmente en la gorra del hombre en levita la palabra : Pécuchet.
– ¡ Mire ! dijo, tuvimos la misma idea : escribir nuestros apellidos en nuestros sombreros.
– ¡ Que sí, Dios mío ! ¡ es que me podrían tomar el mío en el despacho !
– Igual que yo, soy empleado.
Entonces se observaron.
El aspecto amable de Bouvard encantó en seguida a Pécuchet.
Sus ojos azulados, siempre entornados, sonreían en su rostro colorado. Unos pantalones con anchos faldones que se arrugaban sobre zapatos de castor, ceñían su barriga haciéndole abolsar la camisa ; – y su pelo rubio que rizaba ligera y naturalmente le daba algo infantil.
Emitía con la punta de los labios una especie de silvido continuo.
El aire serio de Pécuchet impresionó a Bouvard.
Se hubiera dicho que él llevaba una peluca, tanto eran llanos y negros los mechones que cubrían su cráneo elevado. Su rostro parecía todo de perfil, a causa de la nariz que venía muy bajo.
Sus piernas que parecían dos tubos de lana destacaban por su falta de proporción respecto a lo largo del busto ; él tenía una voz fuerte, cavernosa.
Dejó escapar esta exclamación : – ¡ Cómo estaríamos a gusto en el campo !
Pero las afueras, según Bouvard, eran pesadas por el tumulto de los ventorrillos. Pécuchet pensaba lo mismo. Sin embargo, empezaba a sentirse cansado por la capital, Bouvard también.
Y sus ojos erraban por los montones de piedras que quedaban por construir, por el agua repelente donde flotaba una paca de paja, y por la chimenea de una fábrica que se erguía en el horizonte ; se exhalaban miasmas de alcantarrillado. Ambos se volvieron del otro lado. Entonces, tuvieron delante de ellos las paredes del Granero de abundancia.
¡ Desde luego (y esto sorprendía a Pécuchet) hacía aún más calor en las calles que en las casas !
Bouvard le invitó a quitar su levita. ¡ Él se burlaba del qué dirán !
De repente un borrachín cruzó zigzagueando la acera ; y empezaron una conversación política a propósito de los obreros. Sus opiniones eran idénticas, aunque Bouvard quizá era más liberal.

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