lundi 16 août 2010

« El establo de Eva », une nouvelle de Blasco Ibáñez traduite par les apprentis ou aspirants apprentis traducteurs bordelais

El establo de Eva

Siguiendo con mirada famélica el hervor del arroz en la paella, los segadores de la masía, escuchaban al tío Correchola, un vejete huesudo que enseñaba por la entreabierta camisa un matorral de pelos grises.
Las caras rojas, barnizadas por el sol, brillaban con el reflejo de las llamas del hogar : los cuerpos rezumaban el sudor de la penosa jor­nada, saturando de grosera vitalidad la atmósfera ardiente de la cocina, y a través de la puerta de la masía, bajo un cielo de color violeta en el que comenzaban a brillar las estrellas, veíanse los campos pálidos e indecisos en la penumbra del crepúsculo, unos segados ya, exhalando por las resquebrajaduras de su corteza el calor del día, otros con ondu­lantes mantos de espigas, estremeciéndose bajo los primeros soplos de la brisa nocturna.
El viejo se quejaba del dolor de sus huesos. ¡ Cuánto costaba ga­narse el pan !... Y este mal no tenía remedio : siempre existían pobres y ricos, y el que nace para víctima tiene que resignarse. Ya lo decía su abuela : la culpa era de Eva, de la primera mujer... ¿ De qué no tendrán culpa ellas ?
Y al ver que sus compañeros de trabajo - muchos de los cuales lo conocían poco tiempo - mostraban curiosidad por enterarse de la culpa de Eva, el tío Correchola comenzó a contar, con pintoresco valenciano, la mala partida jugada a los pobres por la primera mujer.
El suceso se remontaba nada menos que a algunos años después de haber sido arrojado del Paraíso el rebelde matrimonio, con la sen­tencia de ganarse el pan trabajando. Adán se pasaba los días destripan­do terrones y temblando por sus cosechas ; Eva arreglaba, en la puerta de su masía, sus zagalejos de hojas..., y cada año un chiquillo más formándose en tomo de ellos un enjambre de bocas que sólo sabían pedir pan, poniendo en un apuro al pobre padre.
De cuando en cuando revoloteaba por allí algún serafin, que venía a dar un vistazo al mundo para contar al Señor cómo andaban las cosas de aquí abajo después del primer pecado.
- ¡ Niño!... ¡ Pequeñín ! - gritaba Eva con la mejor de sus sonrisas -. ¿ Vienes de arriba ? ¿ Cómo está el Señor ? Cuando le hables, dile que estoy arrepentida de mi desobediencia... ¡ Tan ricamente que lo pasá­bamos en el Paraíso !... Dile que trabajamos mucho, y sólo deseamos volver a verle para convencernos de que no nos guarda rencor.
- Se hará como se pide - contestaba el serafín.
Y con dos golpes de ala, visto y no visto, se perdía entre las nubes. Menudeaban los recado s de este género, sin que Eva fuese atendi­da. El Señor permanecía invisible, y según noticias, andaba muy ocu­pado en el arreglo de sus infinitos dominios, que no le dejaban un momento de reposo.
Una mañana, un correveidile celeste se detuvo ante la masía.
- Oye, Eva : si esta tarde hace buen tiempo, es posible que el señor baje a dar una vueltecita. Anoche, hablando con el arcángel Miguel, preguntaba : « ¿ Qué será de aquellos perdidos ? »
Eva quedó como anonadada por tanto honor. Llamó a gritos a Adán, que estaba en un bancal vecino doblando, como siempre, el espinazo. ¡ La que se armó en la casa ! Lo mismo que en víspera de la fiesta del pueblo, cuando las mujeres vuelven de Valencia con sus compras. Eva barrió y regó la entrada de la masía, la cocina y los estu­dis ; puso a la cama la colcha nueva, fregoteó las sillas con jabón y tierra, y entrando en el aseo de las personas, se plantó su mejor saya, endosando a Adán una casaquilla de hojas de higuera que le había arreglado para los domingos.
Ya creía tenerlo todo corriente, cuando le llamó la atención el griterío de su numerosa prole. Eran veinte o treinta..., o Dios sabe cuántos. ¡ Y cuán feos y repugnantes para recibir al Todopoderoso ! El pelo enmarañado, la nariz con costras, los ojos pitarrosos, el cuerpo con escamas de suciedad.
- ¿ Cómo presento esta pillería ? - gritaba Eva -. El Señor dirá que soy una descuidada, una mala madre... ¡ Claro, los hombres no saben lo que es bregar con tanto chiquillo !
Después de muchas dudas, escogió los preferidos ¡ qué madre no los tiene !), lavó los tres más guapitos, y a cachetes llevó hasta el retablo a todo aquel rebaño triste y sarnoso, encerrándolo, a pesar de sus pro­testas.
Ya era hora. Una nube blanquísima y luminosa descendía por el horizonte, y el espacio vibraba con rumor de alas y la melodía de un coro que se perdía en el infinito, repitiendo con mística monotonía:
¡ Hosanna !, ¡ hosanna !... Ya echaban pie a tierra, ya venían por el cami­no, con tal resplandor que parecía que todas las estrellas del cielo ha­bían bajado a pasear por entre los bancales de trigo.
Primero llegó un grupo de arcángeles: el piquete de honor. Envai­naron las espadas de fuego, dirigieron unos cuantos chicoleos a Eva, asegurando que por ella no pasaban años y aún estaba de buen ver, y con marcial franqueza se esparcieron después por los campos, subién­dose a las higueras, mientras Adán maldecía por lo bajo, dando ya por perdida su cosecha.
Después llegó el Señor: las barbas de resplandeciente plata, y en la cabeza un triángulo que deslumbraba como el sol. Tras él, San Miguel y todos los ministros y altos empleados de la corte celestial.
Acogió el Señor a Adán con una sonrisa bondadosa, y a Eva le dió un golpecito en la barba, diciéndole :
- ¡ Hola, buena pieza ! ¿ Ya no eres tan ligera de cascos ?
Emocionados por tanta amabilidad los esposos ofrecieron al Señor una silla de brazos. ¡Qué silla, hijos míos! Ancha, cómoda, de algarro­bo fuerte, y con un asiento de trencilla de esparto del más fino, como la pueda tener el cura del pueblo.
El Señor arrellanado muy a su gusto, se enteraba de los negocios de Adán, de lo mucho que le costaba ganar el sustento de los suyos.
-Bien, muy bien - decía -. Esto te enseñará a no aceptar los consejos de tu mujer. ¿ Creías que todo iba a ser la sopa boba del Paraíso ? Rabia, hijo mío; trabaja y suda; así aprenderás a no atreverte con tus mayores.
Pero el Señor, arrepentido de su rudeza, añadió con tono bondado­so :
- Lo hecho, hecho está, y mi maldición debe cumplirse. Yo sólo tengo una palabra. Pero ya que he entrado en vuestra casa, no quiero irme sin dejar un recuerdo de mi bondad. A ver, Eva : acércame esos chicos.
Los tres arrapiezos formaron en fila frente al Todopoderoso, que los examinó atentamente un buen rato.
- Tú - dijo al primero, un gordiflón muy serio, que le escuchaba con las cejas fruncidas y un dedo en la nariz -, tú serás el encargado de juz­gar a tus semejantes. Fabricarás la ley, dirás lo que es delito, cambian­do cada siglo de opinión, y someterás todos los delincuentes a una misma regla, que es como si a todos los enfermos los curasen con el mismo medicamento.
Después señaló al otro, un morenito vivaracho, siempre con un palo para sacudir a sus hermanos.
- Tú serás un guerrero, un caudillo. Llevarás tras de ti a los hom­bres como el rebaño que marcha al matadero, y, sin embargo, te recla­marán: la gente, al verte cubierto de sangre, te admirará como un semidiós. Si los otros matan, serán criminales ; si tú matas, serás héroe. Inunda de sangre los campos, pasa los pueblos a hierro y fuego, destru­ye, mata, y te cantarán los poetas y escribirán tus hazañas los historia­dores. Los que sin ser tú hagan lo mismo, arrastrarán cadenas.
Reflexionó el Señor un momento, y se dirigió al tercero.
- Tú acapararás las riquezas del mundo, serás comerciante, presta­rás dinero a los reyes, tratándolos como iguales, y si arruinas a todo un pueblo, el mundo entero admirará tu habilidad.
El pobre Adán lloraba de agradecimiento, mientras Eva, inquieta y temblorosa, intentaba decir algo, si decidirse a ello. En su corazón de madre se agitaba el remordimiento ; pensaba en los pobrecitos encerra­dos en el establo que iban a quedar excluídos del reparto de mercedes.
- Voy a enseñárselos -decía por lo bajo a su marido.
Y éste, tímido siempre, se oponía murmurando :
- Sería demasiado atrevimiento. Se enfadará el Señor.
Justamente, el arcángel Miguel, que había venido de mala gana a la casa de aquellos réprobos, daba prisas a su Amo.
- Señor, que es tarde.
El Señor se levantó ; la escolta de arcángeles, bajando de los árbo­les, acudió corriendo para presentar armas a la salida.
Eva, impulsada por su remordimiento, corrió al establo, abriendo la puerta.
- Señor, que aún quedan más. Algo para estos pobrecitos.
El Todopoderoso miró con extrañeza aquella caterva sucia y asquerosa que se agitaba en el estiércol como un motón de gusanos.
- Nada me queda que dar – dijo -. Sus hermanos se lo han llevado todo. Ya pensaré, mujer ; ya veremos más adelante.
San Miguel empujaba a Eva para que no importunase mas al Amo; pero ella seguía suplicando :
- Algo, Señor ; dadles cualquier cosa. ¿ Qué van a hacer estos pobres en el mundo ?
El Señor deseaba irse, y salió de la masía.
- Ya tienen destino –dijo a la madre. Estos se encargarían de servir y mantener a otros.
- Y de aquellos infelices – terminó el viejo segador -, que nuestra primera madre ocultó en el establo, descendemos nosotros que vivimos sobre la tierra.

Vicente Blasco Ibañez

***

Vanessa nous propose sa traduction :

L'étable d'Ève


Suivant de leurs yeux affamés l'ébullition du riz dans la paëlla, les moissonneurs de la ferme valencienne écoutaient le père Correchola, un petit vieux osseux dont la chemise entrouverte dévoilait une toison grise en broussaille.
Les reflets des flammes du foyer faisaient briller les visages rouges, vernis par le soleil : la sueur d'une journée de peines perlait sur les corps, saturant d'une vitalité brute l'atmosphère ardente de la cuisine. À travers la porte de la ferme, sous un ciel pourpre dans lequel les étoiles commençaient à briller, on voyait les champs pâles et indiscernables dans la pénombre du crépuscule ; certains, déjà fauchés, exhalant la chaleur du jour par les brèches de leur écorce béante, d'autres, aux ondulants manteaux d'épis, frémissant sous les premiers souffles de la brise nocturne.
Le vieillard se plaignait de la douleur de ses os. Combien d'efforts pour gagner son pain !... Et ce mal n'avait pas de remède : il existerait toujours des riches et des pauvres, et celui qui naissait du côté des victimes n'avait qu'à se résigner. Sa grand-mère le disait déjà : c'était la faute d'Ève, de la première femme... Y a-t-il une chose dont les femmes ne soient pas coupables ?
Beaucoup de ses camarades de travail ne le connaissaient que depuis peu, et, voyant qu'ils étaient curieux de comprendre en quoi Ève avait fauté, le père Correchola commença à raconter, dans un valencien pittoresque, le mauvais tour que la première femme avait joué aux pauvres hommes.
Les faits remontaient à bien longtemps, rien de moins que quelques années après que le ménage eut été chassé du Paradis, condamné à gagner son pain à la sueur de son front. Adam passait ses journées à briser les mottes de terre, et à trembler pour ses récoltes ; Ève, à la porte de sa ferme, arrangeait ses jupons de feuilles... Chaque année venait au monde un bambin de plus, et autour du couple se formait un essaim de bouches qui ne savaient réclamer que du pain, causant bien du souci au pauvre père.
De temps en temps voletait dans les parages quelque chérubin, venu jeter un coup d'œil au monde pour raconter ensuite au Seigneur comment allaient les choses ici-bas depuis le premier péché.
— Petit !... Mon tout petit ! – criait Ève, affichant son plus beau sourire. – Tu viens de là-haut ? Comment va le Seigneur ? Quand tu lui parleras, dis-lui que je me repens de ma désobéissance... Ah ! Combien la vie était belle au Paradis !... Dis-lui que nous travaillons beaucoup, et que nous désirons seulement le rencontrer à nouveau, pour nous convaincre qu'il ne nous garde pas rancune. — Ce que vous demandez sera fait – répondait le chérubin.
Et en deux coups d'ailes, vif comme l'éclair, il se perdait entre les nuages. Les pétitions de ce genre se répétaient, mais Ève ne recevait aucune réponse. Le Seigneur demeurait invisible, et, aux dernières nouvelles, il était très occupé à l'agencement de ses infinis domaines, qui ne lui laissaient pas un instant de repos.
Un matin, un messager céleste vint s'arrêter devant la ferme.
— Écoute, Ève : s'il fait beau temps cet après-midi, il est possible que le seigneur descende faire un petit tour. Hier soir, en discutant avec l'archange Michel, il a dit : « Je me demande ce qu'ils deviennent, ces fripons-là. »
Ève se trouva tout étourdie par tant d'honneur. Elle appela à grands cris Adam, qui était dans un champ voisin, courbant l'échine comme toujours. Quel chambardement cela produisit dans la maison ! Exactement comme à la veille de la fête du village, quand les femmes rentrent de Valence avec leurs courses. Ève arrosa et balaya l'entrée, la cuisine, et les chambres. Elle mit un nouveau couvre-lit, elle frotta les chaises avec du savon et de la terre, et, entrant dans le vestiaire, elle revêtit sa plus belle jupe, endossant à Adam un casaquin de feuilles de figuier qu'elle lui avait confectionné pour le dimanche.
Elle pensait avoir tout réglé, lorsque le vacarme de son abondante progéniture retint son attention. Ils étaient vingt, ou trente..., ou Dieu seul sait combien. Et ô combien laids et répugnants pour recevoir le Tout-Puissant ! Les cheveux emmêlés, le nez plein de croûtes, les yeux chassieux, le corps recouvert d'écailles de crasses.
— Comment puis-je présenter cette bande de canailles ? – criait Ève. - Le Seigneur dira que je suis négligée, que je suis une mauvaise mère... Naturellement, les hommes ne savent pas ce que c'est que de se démener avec une marmaille pareille !
Après avoir longuement douté, elle choisit ses préférés (quelle mère n'en a pas !), elle lava les trois plus bien faits, et, à coups de gifles, elle mena à l'étable le reste de ce troupeau galeux et triste, et les enferma malgré leurs protestations.
L'heure était venue. Une nuée excessivement blanche et lumineuse descendait à l'horizon, et dans l'espace résonnaient le bruit des ailes et la mélodie d'un chœur qui se perdait dans l'infini, répétant dans une mystique monotonie :
Hosanna !, hosanna !... Déjà ils posaient pied à terre, déjà ils avançaient sur le chemin, avec tant de splendeur qu'il semblait que toutes les étoiles du ciel étaient descendues se promener parmi les champs de blé.
Tout d'abord arriva un groupe d'archanges : c'était le piquet d'honneur. Ils engainèrent leurs épées de feu, adressèrent quelques compliments à Ève, lui assurant que les années ne passaient pas pour elle, qu'elle avait toujours belle allure, et avec une franchise toute militaire ils se dispersèrent ensuite dans les champs, se nichant dans les figuiers, tandis qu'Adam maugréait dans sa barbe, pensant sa récolte perdue.
Par la suite arriva le Seigneur : il portait une barbe d'un argent resplendissant, et sur la tête un triangle éblouissant comme le soleil. Derrière lui, venaient Saint Michel et tous les ministres et les hauts employés de la cour céleste.
Le Seigneur accueillit Adam avec un sourire bienveillant, et donna à Ève un petit coup sur le menton, en lui disant :
— Bonjour, petite futée ! Alors tu as enfin du plomb dans la cervelle ?
Émus par tant d'amabilité, les époux offrirent au Seigneur une chaise à bras. Et quelle chaise, mes enfants ! Large, confortable, faite de caroubier fort, et à l'assise tressée du sparte le plus fin, comme seul pourrait l'avoir le curé du village.
Le Seigneur, installé fort à son aise, s'informait des affaires d'Adam, et des difficultés qu'il avait à rapporter du pain pour les siens.
— Bien, très bien – disait-il-. Ceci t'apprendra à ne pas suivre les conseils de ta femme. Croyais-tu continuer à vivre en fainéant, comme au Paradis ? Rage, mon garçon ; travaille et sue ; ainsi tu apprendras à ne pas manquer de respect à tes aînés.
Mais le Seigneur, regrettant sa sévérité, ajouta d'un ton bienveillant :
— Ce qui est fait, est fait, et ma malédiction doit s'accomplir. Je n'ai qu'une parole. Mais puisque je suis ici, je ne veux m'en aller sans vous laisser un souvenir de ma bonté. Voyons, Ève : montre-moi ces petits.
Les trois gamins se placèrent à la file devant le Tout-Puissant, qui les examina attentivement durant un bon moment.
— Toi – dit-il au premier, un grassouillet très sérieux qui l'écoutait les sourcils froncés et un doigt dans le nez, – toi tu seras chargé de juger tes semblables. Tu fabriqueras la loi, tu diras ce qui est interdit, changeant d'opinion chaque siècle, et tu soumettras tous les délinquants à une même règle, ce qui reviendrait à traiter tous les malades avec le même remède.
Puis il désigna l'autre, un petit brun vif, toujours un bâton à la main pour frapper ses frères.
— Toi tu seras un guerrier, un chef. Tu mèneras les hommes derrière toi comme le troupeau est mené à l'abattoir, et, pourtant, on te réclamera : les gens, te voyant couvert de sang, t'admireront comme un demi-dieu. Si les autres tuent, ce seront des criminels ; si toi tu le fais, tu seras un héros. Inonde de sang les champs, réduit à néant les villages, détruit, tue, les poètes te chanteront, et les historiens écriront tes exploits. Ceux qui feront de même sans toutefois être toi, traîneront des chaînes.
Le Seigneur réfléchit un moment, et s'adressa au troisième.
— Toi tu accapareras les richesses du monde, tu seras commerçant, tu prêteras de l'argent aux rois en les traitant comme tes pairs, et si tu ruines tout un peuple, le monde entier admirera ton habileté.
Le pauvre Adam pleurait de gratitude, tandis qu'Ève, inquiète et tremblante, était tentée d'intervenir, sans toutefois s'y décider. Le remords agitait son cœur de mère ; elle pensait aux pauvres petits enfermés dans l'étable qui allaient être exclus de la distribution des grâces.
— Je vais les lui montrer – disait-elle tout bas à son mari.
Et celui-ci, toujours timoré, s'opposait en murmurant :
— Ce serait beaucoup trop risqué. Le Seigneur se fâcherait sans doute.
Justement, l'archange Michel, qui était descendu à contre-cœur chez ces réprouvés, pressait son Maître.
— Seigneur, il se fait tard.
Le Seigneur se leva ; l'escorte d'archanges, descendant des arbres, vint en courant pour présenter les armes à la sortie.
Ève, poussée par le remords, courut à l'étable et en ouvrit la porte.
— Seigneur, c'est qu'il en reste encore. Quelque chose pour ces pauvres petits.
Le Tout-Puissant regarda avec étonnement cette flopée sale et écœurante qui s'agitait dans le fumier comme un tas d'asticots.
— Il ne me reste rien à donner – dit-il. Leurs frères ont tout pris. J'y penserai, femme ; nous verrons cela plus tard.
Saint Michel repoussait Ève, pour qu'elle n'importune plus le Maître ; mais celle-ci continuait à implorer :
— Quelque chose, Seigneur ; donnez leur n'importe quoi. Que vont faire ces pauvres-là sur la Terre ?
Le Seigneur voulait s'en aller, et il sortit de la ferme.
— Leur destin est déjà tracé – dit-il à la mère.
Ceux-là se chargeraient de servir et d'entretenir les autres.
— Et c'est de ces pauvres malheureux – termina le vieux moissonneur-, que notre première mère cacha dans l'étable, que nous descendons, nous qui vivons sur la Terre.

***

Julie nous propose sa traduction :

L’étable d’Ève.

Tout en observant d’un regard famélique le riz bouillonner dans le plat à paëlla, les moissonneurs de la ferme écoutaient le père Correchola, un petit vieux squelettique qui exhibait, par sa chemise entrouverte, un buisson de poils gris.
Les visages rouges, tannés par le soleil, brillaient de par le reflet des flammes du foyer : les corps laissaient perler la sueur de la pénible journée, saturant l’atmosphère ardente de la cuisine d’une vitalité grossière. Par la porte de la ferme, sous un ciel aux tons violets dans lequel commençaient à briller les étoiles, on apercevait les champs pâles et imprécis dans la pénombre du crépuscule : certains ayant déjà été fauchés, exhalant la chaleur du jour à travers les sillons de leur surface, d’autres vêtus de capes d’épis ondulantes, frémissant sous les premiers souffles de la brise nocturne.
Le vieux se plaignait de la douleur que lui causaient ses os. Gagner son pain n’était pas chose facile !… Et ce mal était sans remède : il y avait toujours des pauvres et des riches, et celui qui naît dans le but d’être une victime doit se résigner.
Sa grand-mère le disait jadis : c’était de la faute d’Ève, de la toute première femme… D’ailleurs, de quoi celles-ci ne sont-elles pas coupables ?
Comme il remarquait que ses compagnons de travail -dont un grand nombre le connaissaient depuis peu de temps- étaient curieux d’apprendre quelle était la faute d’Ève, le père Correchola se mit à raconter, en valencien pittoresque, le mauvais tour qu’avait joué la toute première femme aux pauvres.
Les faits remontaient à pas moins de quelques années après que le couple rebelle a été expulsé hors du Paradis, avec le châtiment de gagner son pain en travaillant. Adam passait ses journées à émotter les terres et à trembler pour ses récoltes ; Ève rapiéçait leurs jupons de feuilles, sur le perron de la ferme…, et chaque année un rejeton de plus formait parmi eux un essaim de bouches qui savaient uniquement quémander du pain, faisant se presser leur pauvre père.
De temps à autre, voletait dans les parages un séraphin qui venait jeter un coup d’œil sur le monde pour rapporter au Seigneur comment se déroulaient les choses d’ici-bas après le premier péché.
« Mon enfant !... Mon petit ! -s’écriait Ève avec son plus beau sourire-. Tu viens d’en haut ? Comment se porte le Seigneur ? Quand tu lui parleras, dis-lui que je me suis repentie de ma désobéissance… Nous nous sentions si bien au Paradis !... Dis-lui que nous travaillons énormément, et que nous désirons seulement le revoir pour être convaincus qu’il ne nous en veut plus.
— Vos désirs sont des ordres » -répondait le séraphin.
Et de deux coups d’ailes, en un éclair, il disparaissait dans les nuages. Les commissions de ce genre avaient fréquemment lieu, sans qu’Ève ne s’en rendît compte. Le Seigneur restait invisible, et selon les dires, il était très occupé à mettre la dernière main sur ses infinis domaines, qui ne lui laissaient pas un moment de répit.
Un matin, un rapporteur céleste s’arrêta devant la ferme.
— « Écoute Ève : si cet après-midi il fait beau temps, il est possible que le Seigneur descende faire un petit tour. Hier soir, en discutant avec l’archange Michel, il demandait : « Qu’en est-il de ces égarés ? »
Ève fut abasourdie par tant d’honneur. Elle appela à grands cris Adam qui était, comme toujours, en train de courber l’échine dans une parcelle voisine. Avec quelle ardeur elle s’affaira dans la maison ! Tout comme à la veille de la fête du village, lorsque les femmes reviennent de Valence avec leurs achats. Ève balaya et lessiva l’entrée de la ferme, la cuisine et les chambres ; elle mit la courtepointe neuve sur le lit et elle briqua les chaises avec du savon et de la terre. En ce qui concerne la toilette des gens, elle se para de son plus beau jupon, puis fit endosser à Adam un casaquin en feuilles de figuier qu’elle lui avait confectionné pour le dimanche.
Elle pensait déjà avoir tout terminé, quand les piaillements de sa nombreuse progéniture attirèrent son attention. Ils étaient vingt ou trente..., ou Dieu sait combien. Et ils étaient si laids et répugnants pour recevoir le Tout-Puissant ! Les cheveux emmêlés, le nez plein de croûtes, les yeux chassieux et le corps couvert de plaques de saleté.
« Comment vais-je présenter cette bande de coquins ? –criait Ève- Le Seigneur va dire que je suis négligente, une mauvaise mère… Bien sûr, les hommes ne savent pas ce que c’est que de se démener avec tant d’enfants ! »
Après avoir beaucoup douté, son choix se porta sur ses préférés (Quelle mère n’en a pas !) : elle lava les trois plus mignons et, en les tirant par les joues, elle emmena toute cette troupe triste et galeuse jusqu’au retable, l’enfermant, malgré leurs récriminations.
C’était déjà l’heure. Un nuage infiniment blanc et lumineux descendait à l’horizon, l’espace vibrait avec la rumeur des ailes et la mélodie d’un chœur qui se perdait dans l’infini, en répétant d’une monotonie mystique:
Hosanna ! Hosanna !... Déjà ils mettaient pied à terre, déjà ils arrivaient par le chemin, avec un tel éclat qu’on eût dit que toutes les étoiles du ciel étaient venues se balader parmi les parcelles de blé.
Un groupe d’archanges arriva d’abord : le piquet d’honneur. Ils rengainèrent leurs épées de feu, couvrirent Ève de compliments en lui assurant que les années ne la marquaient pas et qu’elle avait encore belle allure. D’une simplicité martiale, ils se dispersèrent ensuite à travers champs, se perchant sur les figuiers, alors qu’Adam pestait tout bas, faisant déjà le deuil de sa récolte.
Puis le Seigneur arriva : la barbe d’un argent étincelant, avec sur sa tête un triangle qui rayonnait comme le soleil. Derrière lui, Saint Michel et tous les ministres et hauts fonctionnaires de la Cour céleste.
Le Seigneur accueillit Adam avec un sourire affectueux, et il donna une chiquenaude sur le menton d’Ève, en lui disant :
« Salut, sacré numéro ! Tu as retrouvé tes esprits ? »
Émus par tant d’amabilité les époux offrirent au Seigneur une chaise à bras. Et quelle chaise, mes enfants ! Large, confortable, en caroubier solide et avec une assise ornée de soutache du sparte le plus fin, comme peut en posséder le curé du village.
Le Seigneur installé bien à son aise, s’informait des affaires d’Adam, de tout ce que cela lui coûtait de subvenir aux besoins des siens.
« Bien, très bien -disait-il-. Ceci t’enseignera à ne pas suivre les conseils de ta femme. Tu pensais que tout allait t’être servi sur un plateau comme au Paradis ? Enrage, mon fils ; travaille et sue : ainsi tu apprendras à ne pas t’enhardir auprès de tes aînés.
Mais le Seigneur, regrettant sa rudesse, ajouta d’un ton prévenant :
« Ce qui est fait est fait, et ma malédiction doit s’accomplir. Je n’ai qu’une seule parole. Mais maintenant que je suis entré chez vous, je ne veux pas m’en aller sans laisser un souvenir de ma bonté. Tiens, Ève : approche-moi ces enfants.
Les trois pauvres diables se mirent en file indienne face au Tout-Puissant, qui les examina attentivement durant un bon moment.
« Toi -dit-il au premier, un grassouillet très sérieux qui l’écoutait avec les sourcils froncés et un doigt dans le nez-, tu seras chargé de juger tes semblables. Tu feras la loi, tu définiras ce qu’est un délit, en changeant d’opinion tous les siècles, et tu soumettras tous les délinquants à une même règle, comme si on soignait tous les malades avec le même médicament. »
Après il désigna l’autre, un petit brun espiègle, toujours muni d’un bâton pour battre ses frères.
« Toi tu seras un guerrier, un chef. Tu mèneras derrière toi les hommes tel le troupeau qui marche vers l’abattoir, et, malgré tout, ils te réclameront : les gens, en te voyant couvert de sang, t’admireront comme un demi-dieu. Si les autres tuent, ils seront des criminels ; si tu tues, tu seras un héros.
Inonde les champs de sang, mets les villages à feu et à sang, détruit, tue, ainsi les poètes te célèbreront et les historiens écriront tes exploits. Ceux qui sans être toi feront de même, traîneront des chaînes.
Le Seigneur réfléchit un temps, et s’adressa au troisième.
« Toi tu accapareras les richesses du monde, tu seras commerçant. Tu prêteras de l’argent aux rois, en les traitant d’égal à égal, et si tu ruines tout un peuple, le monde entier admirera ton habileté. »
Le pauvre Adam pleurait de reconnaissance, alors qu’Ève, inquiète et tremblante, essayait de dire quelque chose, sans se décider à le faire. Le remords s’agitait dans son cœur de mère ; elle songeait aux pauvres petits enfermés dans l’étable qui allaient être exclus de la répartition des faveurs.
« Je vais les lui montrer -disait-elle à voix basse à son mari.
Et celui-ci, toujours timide, s’opposait en murmurant :
— Ce serait trop audacieux. Le Seigneur pourrait se fâcher. »
Justement, l’archange Michel, qui était venu à contrecœur au domicile de ces réprouvés, hâtait son maître.
« Seigneur, il se fait tard. »
Le Seigneur se leva ; l’escorte d’archanges, descendant des arbres, arriva à toute allure pour présenter les armes à la sortie.
Ève, guidée par son remords, courut vers l’étable dont elle ouvrit la porte.
« Seigneur, c’est qu’il y en a d’autres. Un geste pour ces pauvres petits. »
Le Tout-Puissant regarda avec perplexité cette flopée sale et repoussante qui s’agitait dans le fumier comme un tas de vers.
« Il ne me reste plus rien à offrir -dit-il-. Vos frères ont tout pris. J’y penserai, femme ; nous verrons cela plus tard. »
Saint Michel poussait Ève afin qu’elle n’importunât plus le Maître ; mais elle continuait à supplier :
« Quelque chose, Seigneur ; donnez-leur n’importe quoi. Que vont faire ces misérables dans le monde ?
Le Seigneur désirait partir, et il sortit de la ferme.
— Ils ont déjà un destin – dit-il à la mère. Ceux-ci pourraient se charger de servir et d’en nourrir d’autres. »
« Et c’est de ces malheureux – termina le vieux moissonneur – , que notre première mère cacha dans l’étable, que nous sommes issus nous qui vivons sur la terre.

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Alexis nous propose sa traduction :

L'étable d'Eva.

Tout en suivant d’un regard affamé le bouillonnement du riz dans la paëlla, les faucheurs de la ferme écoutaient le vieux Correchola, un petit vieux osseux que laissait entrevoir par la chemise entrouverte un buisson de poils gris. Les visages rouges, vernis par le soleil, brillaient avec le reflet des flammes du foyer : les corps suintaient la sueur de la pénible journée, saturant d'une vitalité grossière l'atmosphère ardente de la cuisine, et à travers la porte de la ferme, sous un ciel de couleur violette où commençaient à briller les étoiles, on voyaient les champs pâles et indécis dans le pénombre du crépuscule, certains déjà fauchés, exhalant par le fendillement de leur écorce la chaleur de la journée, d'autres avec des traînes d'épis ondulantes, frémissant sous les premiers souffles de la brise nocturne.
Le vieux se plaignait de la douleur de ses os. Que ne fallait-il pas faire pour gagner sa croûte !... Et ce mal n'avait pas de remède : il a toujours existé des pauvres et des riches, et celui qui naît dans le rôle de la victime doit se résigner. Sa grand mère le disait déjà : la faute en incombait à Eve, à la première femme... De quoi ne sont-elles pas coupables ? Et en voyant que ses compagnons de travail - dont beaucoup d'entre eux le connaissaient depuis peu - montraient de la curiosité pour en savoir davantage sur la faute d’Eve, le vieux Correchola commença à raconter, dans un valencien pittoresque, le mauvais coup fait aux pauvres par la première femme.
L'histoire ne remontait pas plus tard que quelques années après l'exclusion du Paradis du couple rebelle, avec la punition de gagner son pain en travaillant. Adam passait ses journées à émotter et trembler pour ses récoltes ; Eve arrangeait, sur le seuil de la ferme, ses jupons de feuilles..., et chaque année un autre gamin venait s'ajouter à l'essaim de bouches qui ne savaient réclamer que du pain, mettant le pauvre papa dans l'embarras.
De temps en temps voltigeait par là un chérubin venant jeter un coup d'œil au monde pour conter au Seigneur comment allaient les choses ici-bas après le premier péché.
— Petit ! Mon Cher Petit !, criait Eve avec son plus beau sourire.
— Viens-tu de là-haut ? Comment va le Seigneur ? Quand tu lui parleras, dis-Lui que je me repens de ma désobéissance... Nous vivions tellement bien au Paradis !... Dis-Lui que nous travaillons beaucoup, et que nous souhaitons juste le revoir pour nous assurer qu'il ne garde pas de rancœur à notre égard.
— Il en sera fait comme vous le demandez, répondit le chérubin.
Et en deux coups d'aile, ni vu ni connu, il se fondait entre les nuages. Les messages de ce type abondaient, sans que la requête d'Eve ne soit satisfaite. Le Seigneur restait invisible, et sans nouvelle, il était fort occupé dans le règlement de ses infinis domaines, ce qui ne lui laissait pas un moment de repos. Un matin, un rapporteur céleste s'arrêta devant la ferme.
— Hé, Eve ! Si ce soir le temps est agréable, il est possible que le Seigneur descende faire un petit tour. Hier soir, en parlant avec l'archange Michel, il a demandé « Que deviennent de ces perdus ? ».
Eve resta comme atterrée par tant d'honneur. Elle appela Adam à cor et à cris, lequel courbait l'échine, comme toujours, dans un champ voisin. Quel remue ménage dans la maison ! Semblable à la veille de la fête du village, quand les femmes reviennent de Valence avec leurs achats. Eve balaya et arrosa l'entrée de la ferme, la cuisine et le reste de la maison, sortit le nouveau couvre-lit, frotta rapidement les chaises avec du savon et de la terre, et en arrivant à l'hygiène personnelle, elle se para de sa plus belle jupe, faisant endosser à Adam une blouse de feuilles de figuier qu'elle lui avait préparé pour les dimanches. Elle pensait avoir tout fait au mieux quand les cris de sa nombreuse progéniture attirèrent son attention. Ils étaient vingt ou trente... ou seul Dieu sait combien. Et tellement laids et répugnants pour recevoir le Tout Puissant ! Les cheveux emmêlés, le nez croûté, le coin des yeux emplis de chassie, le corps écaillé par la saleté.
— Comment puis-je présenter cette bande de coquins ? criait Eve. Le Seigneur dira sûrement que je ne suis pas attentionnée, que je suis une mauvaise mère... Il est sûr que les hommes ne savent pas ce que c'est que de se mettre en quatre avec autant de gamins ! Après de nombreux doutes, elle choisit ses préférés (quelle mère n'en a pas !), lava les trois plus beau, et à coups de gifles emmena jusqu'au retable ce troupeau triste et galeux, l'y enferma, malgré leurs protestations.
C'était l'heure. Un nuée blanchissime et lumineuse descendait sur l'horizon, et l'espace vibrait avec des bruits d'ailes et la mélodie d'un chœur qui se perdait dans l'infini, répétant avec une mystique monotonie : Hosana ! hosana !... Ils posaient pied à terre, ils venaient sur le chemin, avec un tel éclat qu'il semblait que toutes les étoiles du ciel étaient descendues se promener au milieu des champs de blé. En premier arriva un groupe d'archanges : le peloton d'honneur. Ils rengainèrent les épées de feu, adressèrent quelques compliments à Eve, s'assurant que les années n'ont pas d'impact sur elle et qu'elle a toujours bonne allure, puis s'éparpillèrent ensuite avec une franchise martiale à travers les champs, remontant les figuiers, alors qu'Adam maudissait à voix basse, considérant désormais sa récolte perdue.
Ensuite arriva le Seigneur : la barbe d'une couleur argentée resplendissante, et sur la tête un triangle qui brillait comme le soleil. Derrière lui, Saint Michel et tous les ministres et hauts fonctionnaires de la cour céleste.
Le Seigneur accueillit Adam avec un gentil sourire, et donne à Eve un petit coup dans le menton lui disant :
— Salut, beau morceau ! As-tu toujours une cervelle d'oiseau ?
Emus par tant d'amabilité, les époux offrirent au Seigneur une chaise de bras. Quelle chaise mes enfants ! Large, confortable, d'un bois fort, et avec une siège de galon de Sparte des plus fins, comme celle que pourrait avoir le curé du village. Le Seigneur assis à son aise, s'informa sur les affaires d'Adam, de tout ce que lui coutait que de gagner de quoi faire vivre les siens.
— Bien, très bien, disait-il. Cela te montrera qu'il ne faut pas suivre les conseils de ta femme.

Croyais-tu vraiment que tout allait être aussi bien qu'au Paradis ? Rage, mon fils; travaille et sue, tu apprendras ainsi qu'il ne faut pas manquer de respect aux grandes personnes. Mais le Seigneur, repenti de sa rudesse, ajouta d'un ton gentil :
— Ce qui est fait est fait, et ma malédiction doit s'appliquer. Je n'ai qu'une parole. Mais vu que je suis entré dans votre maison, je ne veux pas m'en aller sans y laisser un souvenir de ma bonté. Voyons, Eva : fais donc s'approcher ces enfants.
Les trois mioches formèrent une file devant le Tout Puissant, lequel les examina attentivement pendant un bon moment.
— Toi, - dit-il au premier, un rondouillet très sérieux qui l'écoutait avec les sourcils froncés et un doigt dans le né -, tu seras chargé de juger tes semblables. Tu fabriqueras la loi, diras ce qui est un délit, changeant d'opinion tous les siècles, et tu soumettras tous les délinquants à une même règle, comme si on soignait tous les malades avec le même médicament. Ensuite il s'adressa à l'autre, un bronzé pétulant, toujours avec un bâton pour battre ses frères.
— Toi tu seras un guerrier, un capitaine. Tu traîneras derrière toi les hommes tel le troupeau qui marche vers l'abattoir, et, cependant, ils te réclameront : les gens, te voyant couvert de sang, t'admireront comme un demi dieu. Si les autres tuent, ce seront des criminels; si toi tu tues, tu seras un héros. Inonde de sang les champs, mets les villages à feu et à sang, détruit, tue, et les poètes de chanteront et les historiens écriront tes exploits. Ceux qui feront de même sans être toi devront traîner des chaînes. Le Seigneur réfléchit un instant et s'adressa au troisième.
— Toi, tu accapareras les richesses du monde, tu seras commerçant, tu prêteras de l'argent aux rois, les traitant d'égal à égal, et si tu ruines tout un peuple, le monde entier admirera ton habilité.
Le pauvre Adam pleurait de gratitude, alors qu'Eve, inquiète et tremblante, essayait de dire quelque chose, sans grande conviction. Dans son cœur de mère s'agitait le remord ; elle pensait aux pauvres petits enfermés dans l'étable qui allaient être exclus de la distribution des grâces.
— Je vais les lui montrer - disait-elle à voix basse à son mari.
Ce dernier, toujours timide, s'y opposait en murmurant :
— Cela serait trop d'audace. Le Seigneur pourrait se fâcher.
Justement, l'archange Michel, qui était venu contre son gré à la maison de ces réprouvés, pressait son Maître.
— Seigneur, il se fait tard.
Le Seigneur se leva ; l'escorte d'archanges, descendant des arbres, arriva en courant pour présenter les armes à la sortie. Eve, poussée par son remord, couru à l'étable et ouvrit la porte.
— Seigneur, il y en a d'autres. Quelque chose pour pauvres petits.
Le Tout Puissant regarda avec étonnement cette flopée sale et dégoûtante qui s'agitait dans le fumier comme des vers.
— Je n'ai plus rien à donner - dit-il. Leurs frères ont tout pris. J'y penserai, femme ; on verra ça plus tard.
Saint Michel empoigna Eva pour l'empêcher d'importuner plus le Maître ; mais elle continua de supplier :
— Quelque chose, Seigneur, donnez-leur quelque chose. Que vont faire ces pauvres petits dans le monde ?
Le Seigneur souhaitait s'en aller, et il sortit de la ferme.
— Leur destin est déjà tracé - dit-il à la mère. Ceux-ci se chargeront de servir et de subvenir aux autres.
— Et de ces pauvres malheureux - termina le vieux faucheur -, que notre première mère cacha dans l'étable, nous en sommes les descendants, nous qui vivons sur la terre.

***

Auréba nous propose sa traduction :

L’étable d’Ève :
En suivant avec un regard famélique l’ébullition du riz dans la paella, les faucheurs de la ferme, écoutaient l’oncle «Correchola», un petit vieux osseux qui montrait à travers sa chemise entrouverte un buisson de poils gris. Les visages rouges, vernis par le soleil, brillaient avec le reflet des flammes du foyer : les corps laissaient s’écouler la sueur de la pénible journée, saturant de grossière vitalité l’atmosphère ardente de la cuisine, et à travers la porte de la ferme, sous un ciel violet dans lequel commençaient à briller les étoiles, on voyait les champs pâles et indécis dans la pénombre du crépuscule, certains déjà fauchés, exhalant par les fissures de leur écorce la chaleur du jour, d’autres avec des manteaux ondulants d’épis, frissonnant sous les premiers souffles de la brise nocturne. Le vieux se plaignait de la douleur de ses os. Comme il était dur de gagner son pain ! Et ce mal était sans remède il existait toujours des pauvres et des riches, et celui qui nait pour être victime doit se résigner. Sa grand-mère le disait déjà : c’était la faute d’Ève, de la première femme…De quoi ne sont-elles pas coupables, elles ? Et en voyant que ses collègues de travail – dont beaucoup le connaissaient depuis peu de temps – montraient de la curiosité pour s’informer de la faute d’Ève, l’oncle «Correchola» commença à raconter, dans un valencien pittoresque, le mauvais coup joué aux pauvres par la première femme.
L’évènement remontait à pas moins de quelques années après que le couple rebelle ait été jeté du Paradis, avec la sentence de gagner son pain en travaillant ; Adam passait ses journées à émotter et à trembler pour ses récoltes, Ève arrangeait, à la porte de sa ferme, ses jupons de paysanne en feuilles…, et chaque année, un petit de plus, se formant autour d’eux un essaim de bouches qui ne savaient que demander du pain, mettant le pauvre père dans l’embarras.
De temps en temps voltigeait par là un séraphin, qui venait jeter un coup d’œil au monde pour raconter au Seigneur comment ça allait ici bas après le premier péché.
— Petit !...Tout petit ! – criait Ève avec son plus beau sourire_ Tu viens d’en haut ? Comment va le Seigneur ? Quand tu lui parleras, dis-lui que je suis repentie de ma désobéissance…On était tellement bien au paradis ! Dis-lui que nous travaillons beaucoup, et nous voulons juste le revoir pour nous convaincre du fait qu’il ne nous garde pas rancune.
— On fera comme vous le demandez – répondait le séraphin. Et avec deux battements d’ailes, ni vu ni connu, il se perdait dans les nuages. Les messages de ce genre abondaient, sans que l’on ne s’occupe d’Eve.
Le Seigneur restait invisible, et selon certaines nouvelles, il était très occupé par l’arrangement de ses infinis domaines, qui ne lui laissaient pas un moment de repos. Un matin, un rapporteur céleste s’arrêta devant la ferme :
— Dis, Ève : si cet après-midi il fait bon, il est possible que le seigneur descende faire un petit tour. Hier soir, en parlant avec l’archange Michel, il demandait : Que sont devenus ces vauriens ? »
Ève resta comme stupéfaite par tant d’honneur. En poussant des cris, elle appela Adam, qui était sur un carré voisin à courber, comme toujours, l’échine. Le remue-ménage qu’il y eut à la maison ! Pareil qu’à la veille de la fête du village, quand les femmes reviennent de Valence avec leurs achats. Ève balaya et arrosa l’entrée de la ferme, la cuisine et les ateliers ; et elle mit le nouveau couvre-lit, elle frotta les chaises avec du savon et de la terre, et en entrant dans les toilettes des personnes, elle mit sa plus belle jupe, en faisant endosser à Adam une petite casaque en feuilles de figuier qu’elle lui avait arrangée pour les dimanches. Elle pensait que tout était déjà prêt, quand la criaillerie de sa nombreuse progéniture attira son attention. Ils étaient vingt ou trente, ou Dieu sait combien. Et qu’est-ce qu’ils étaient moches et répugnants pour recevoir le Tout Puissant ! Les cheveux emmêlés, le nez avec des croûtes, les yeux chassieux, le corps avec des squames de saleté. Comment est-ce que je présente cette bande de canailles ? – criait Ève : Le Seigneur va dire que je suis une insouciante, une mauvaise mère.
Bien sûr, les hommes ne savent pas ce que c’est de trimer avec tant de petits !
Après de nombreuses hésitations, elle choisit ses chouchous. Quelle mère n’en a pas ! Elle lava les trois plus beaux, et en donnant des gifles, elle emmena jusqu’à l’étable tout ce troupeau triste et galeux, en l’enfermant, malgré ses protestations. Il était temps. Un nuage très blanc et lumineux descendait à travers l’horizon, et l’espace vibrait avec un bruit d’ailes et la mélodie d’un chœur qui se perdait dans l’infini, en répétant avec une mystique monotonie : Hosanna ! Hosanna ! Ils mettaient déjà pied à terre, ils venaient déjà sur le chemin, avec un tel éclat que l’on aurait dit que toutes les étoiles du ciel étaient descendues se promener au milieu des carrés de blé.
Arriva d’abord un groupe d’archanges : la haie d’honneur. Ils rengainèrent les épées de feu, adressèrent quelques propos galants à Ève, assurant que sur elle, les années ne passaient pas et qu’elle était encore très jolie, et avec une franchise martiale ils s’éparpillèrent ensuite à travers champs, en montant sur les figuiers, alors qu’Adam médisait tout bas, considérant déjà comme perdue sa récolte.
Arriva ensuite le Seigneur : la barbe d’un gris-argenté resplendissant, et sur la tête un triangle qui éblouissait comme le soleil. Derrière lui, Saint Michel et tous les ministres et hauts employés de la cour céleste. Le Seigneur accueillit Adam avec un sourire gentil, et à Ève, il fit une pichenette sur le menton, en lui disant.
— Bonjour, bonne pièce ! Tu n’es plus aussi écervelée ?
Émus par tant d’amabilité les époux offrirent au Seigneur une chaise avec des accoudoirs. Quelle chaise, mes enfants ! Large, confortable, en bon bois de caroubier, et avec un siège aux soutaches en sparte très délicat, comme peut l’avoir le curé du village.
Le Seigneur, installé bien confortablement, s’informait des affaires d’Adam, de combien il lui était difficile de gagner la subsistance des siens.
— Bien, très bien – disait-il. Ça, ça t’apprendra à ne pas accepter les conseils de ta femme. Tu croyais que tout allait être comme la vie de parasite du Paradis ? De la rage, mon fils, travaille et transpire ; ainsi, tu apprendras à ne pas défier plus âgé que toi. Mais le Seigneur, repenti de sa rudesse, ajouta avec un ton bienveillant :
— Ce qui est fait est fait, et ma malédiction doit s’accomplir. Moi, je n’ai qu’une seule parole : Mais vu que je suis entré chez vous, je ne veux pas partir sans laisser un souvenir de ma bonté. Voyons voir, Ève : amène-moi ces enfants. Les trois gamins se mirent en rang en face du Tout Puissant, qui les examina attentivement un bon moment.
— Toi, dit-il au premier, un patapouf très sérieux, qui l’écoutait les sourcils froncés et un doigt dans le nez, toi, tu seras chargé de juger tes semblables. Tu inventeras la loi, tu diras ce qui tient du délit, en changeant chaque siècle d’opinion, et tu soumettras tous les délinquants à une même règle, c’est comme si l’on soignait tous les malades avec le même médicament. Ensuite, il désigna l’autre, un petit brun pétulant, toujours avec un bâton pour secouer ses frères.
— Toi, tu seras un guerrier, un chef. Tu entraineras derrière toi les hommes comme le troupeau qui marche vers l’abattoir ; néanmoins, on te réclamera : les gens, en te voyant couvert de sang, t’admireront comme un demi-dieu. Si les autres tuent, ce seront des criminels ; si toi tu tues, tu seras un héros. Inonde de sang les campagnes, passe les villages à feu et à sang, détruis, tues, et les poètes te chanteront et les historiens écriront tes hauts-faits. Ceux qui sans être toi feront la même chose, ils traineront des chaînes.
Le Seigneur réfléchit un moment, et il s’adressa au troisième.
— Toi, tu accapareras les richesses du monde, tu seras commerçant, tu prêteras de l’argent aux rois, en les traitant comme des égaux, et si tu ruines tout un peuple, le monde entier admirera ton habileté. Le pauvre Adam pleurait de reconnaissance, tandis qu’Ève, inquiète et tremblante, essayait de dire quelque chose, hésitant à se décider. Dans son cœur de mère s’agitait le remord ; elle pensa aux pauvres petits enfermés dans l’étable qui allaient rester exclus de la distribution de faveurs.
— Je vais les lui montrer – disait elle, tout bas, à son mari. Et celui-ci, toujours timide, s’opposait en murmurant :
— Ça serait trop d’insolence. Le Seigneur va se fâcher. Justement, l’archange Michel, qui était venu de mauvais gré chez ces réprouvés, disait à son Maître de se dépêcher.
— Seigneur, il est tard.
Le Seigneur se leva ; l’escorte d’archanges, en descendant des arbres, vint en courant pour présenter les armes à la sortie. Ève, poussée par son remord, courut à l’étable, en ouvrant la porte.
— Seigneur, il en reste d’autres. Quelque chose pour ces pauvres petits. Le Tout Puissant regarda avec étonnement ce ramassis sale et dégoutant qui s’agitait dans le fumier comme un tas d’asticots.
— Il ne me reste rien à donner – dit-il. Leurs frères ont tout pris. Oui! Je vais y penser. Nous verrons plus tard. Saint Michel empoignait Ève pour qu’elle n’importune plus le Maître, mais elle continuait à supplier.
— Quelque chose, Seigneur; donnez leur n’importe quoi. Que vont faire ces pauvres dans le monde ?
Le Seigneur désirait s’en aller, et il sortit de la ferme.
— Ils ont déjà un destin – dit la mère. Ceux-ci pourraient se charger de servir et d’en nourrir d’autres.

***

Jessica nous propose sa traduction :

L'étable d'Eve.
Les moissonneurs de la ferme, tout en suivant d'un regard affamé le riz en ébullition dans la paella, écoutaient le tío Correchola, un vieil homme décharné qui laissait voir une épaisse toison grise à travers sa chemise entrouverte.
Les visages rouges, tannés par le soleil, brillaient sous le reflet des flammes du feu. La sueur d'une dure journée de labeur perlait sur leur corps, saturant l'air étouffant de la cuisine d'une grossière virilité. Par la porte de la ferme, sous un ciel de couleur pourpre dans lequel commençaient à apparaître les premières étoiles, on pouvait voir s'étendre les champs pâles dans la pénombre du crépuscule. Certains étaient déjà fauchés, laissant sortir de ses blessures ouvertes la chaleur de la journée, alors que d'autres étaient toujours recouverts d'onduleux manteaux d'épis, frissonnant sous les premiers souffles de la brise nocturne.
Le vieux se plaignait de douleur dans les articulations. Comme il est difficile pour un homme de gagner son pain quotidien!... Ce mal est sans remède. Il existera toujours des riches et des pauvres, et ceux qui sont nés pour servir les autres doivent se faire une raison. Sa grand-mère le disait bien : c’est la faute d’Eve, de la première femme… De quoi les femmes ne seraient-elle pas coupables ?
En voyant se collègues de travail- surtout ceux qui le connaissaient depuis peu de temps- montrer de la curiosité à propos de la culpabilité d’Eve, le tío Correchola commença à raconter le mauvais tour jouait aux pauvres par la première femme.
Les faits remontaient ni plus ni moins qu’à quelques années après que le couple rebelle est été chassé du Paradis, condamné à gagner son pain à la sueur de son front. Adam passait ses journées à cultiver les champs et à trembler pour ses récoltes, quant à Eve, elle arrangeait son tablier de feuilles dans l’entrée de la ferme…et chaque année, un nouvel enfant s’ajoutait à la famille, une bouche en plus à nourrir, enfonçant un peu plus le pauvre père.
De temps en temps, un chérubin virevoltait autour de la ferme, jetant des coups d’œil afin d’informer le Seigneur sur le déroulement des choses ici- bas, après qu’Adam et Eve est commis le péché originel.
— Mon enfant !... Mon tout petit ! – criait Eve, son plus beau sourire aux lèvres. Tu arrives de là haut ? Comment va le Seigneur ? Quand tu le verras, dis lui que je me repens de ma désobéissance… Nous étions si bien au Paradis !... Dis lui aussi que nous travaillons beaucoup et que nous ne désirons qu’une chose ; le revoir pour nous convaincre qu’il ne nous garde pas rancune.
— Il sera fait selon son désir-répondit le chérubin. Et, en deux ou trois coups d’ailes, il disparaissait, ni vu ni connu, entre les nuages. Eve n’obtenait jamais de réponses à ce genre de commissions. Le Seigneur restait invisible. Aux dernières nouvelles, il était très occupé par l’administration de ses immenses domaines, qui ne lui laissaient aucune minute de répit.
Un matin, un messager céleste s’arrêta devant la ferme.
— Ecoute Eve : s’il ne pleut pas cette après midi, il est possible que le Seigneur descende vous rendre une petite visite. Hier soir, parlant avec l’archange Michel, il lui a demandé : « Que deviennent Adam et Eve ? »
Eve resta bouche bée devant tant d’honneur. Elle appela Adam, qui comme d’habitude était dans un champ voisin à courber l’échine. Un remue-ménage s’ensuivit dans la maison ! Egal à celui de la veille d’une fête de village, lorsque les femmes reviennent de Valence avec leurs achats. Eve balaya et lava les sols de la ferme, la cuisine et la chambre à coucher. Elle mit un nouveau couvre lit, frotta les chaises avec du savon et de la terre. En entrant dans la salle de bain, elle enfila sa plus belle jupe et donna à Adam un veston fait en feuilles de figuier qu’elle lui avait confectionné pour porter le dimanche.
Elle pensait tout avoir sous control lorsque le cri de sa nombreuse progéniture l’interpella. Ils étaient vingt ou trente… Dieu seul savait combien. Et tous tellement moches et répugnants pour recevoir le Tout Puissant ! Les cheveux emmêlés, le nez couvert de croûtes, les yeux plein de pus et le corps recouvert de tâches de crasse.
— Ces polissons ne sont pas présentables ! criait Eve. Le Seigneur va dire que je suis une malpropre, une mauvaise mère… Bien sûr, les hommes ne savent pas ce que c’est que de s’occuper d’autant de rejetons !
Après beaucoup d’hésitations, elle choisit ses préférés (quelle mère ne fait pas de différences ?). Elle lava les trois plus mignons, puis à coup de gifles, elle emmena le reste du triste et galeux troupeau dans l’étable, et l’enferma malgré les protestations.
Il était l’heure. Une nuée blanche et lumineuse descendait à l’horizon, un bruissement d’ailes et la mélodie d’un chœur se répétant avec une monotonie mystique se répercutaient dans les espaces infinis.
Hosanna ! Hosanna ! Ils mettaient déjà le pied à terre et remontaient le chemin, auréolaient d’une telle splendeur qu’on avait l’impression que toutes les étoiles étaient tombées du ciel pour illuminer les champs de blé.
Un groupe d’archanges arriva le premier : le peloton d’honneur. Après avoir rangé leurs épées dans leurs fourreaux, ils adressèrent quelques compliments à Eve après s’être assurés que le passage du temps n’avait pas laissait de traces sur elle et qu’elle était toujours agréable à regarder. Après cette franchise implacable, ils se dispersèrent dans les champs et se perchèrent sur les figuiers. Pendant ce temps, Adam râlait tout bas, donnant déjà pour perdue sa récolte. Le Seigneur parut enfin : sa barbe d’argent était resplendissante et il avait sur la tête un triangle qui rayonnait comme le soleil. Derrière lui venaient Saint Michel, le reste des ministres et les hauts dignitaires de la cour céleste.
Le Seigneur accueillit Adam un sourire de générosité aux lèvres, quant à Eve, il lui tapota la joue tout en lui disant :
— Bonjour, bonne pièce ! Tu as récupéré le bon sens ?
Touchés par tant de simplicité, les époux offrirent au Seigneur un siège avec des accoudoirs. Quelle chaise mes enfants ! Large, confortable, en bois massif, l’assise faite avec la meilleure corde de sparte, comme pourrait être celle du curé du village.
Très bien callé dans cette chaise, le Seigneur écouta Adam lui parler de ses affaires, des difficultés qu’il avait de faire vivre sa famille.
— C’est bien, très bien, répondit le Seigneur. Cela t’apprendra à ne plus écouter les conseils de ta femme. Tu pensais que tout allait être aussi simple qu’au Paradis ? Souffre mon garçon ; travaille et sue, c’est ainsi que tu apprendras à obéir à tes supérieurs.
Cependant, conscient de la rudesse de ses propos, le Seigneur ajouta d’un ton généreux :
— Ce qui est fait est fait, ma sentence doit être accomplie. Je n’ai qu’une seule parole. Mais maintenant que je suis venu vous rendre visite, je ne veux pas m’en aller sans vous laisser un souvenir de ma générosité. Voyons voir, Eve fais approché les enfants.
Les trois marmots formèrent une file devant le Tout Puissant, qui les examina attentivement durant quelques instants.
— Toi, dit-il au premier, un petit gros très sérieux, qui l’écoutait les sourcils froncés et un doigt dans le nez. Toi tu seras chargé de juger tes semblables. Tu inventeras des lois, tu décideras ce qui est bien et ce qui est mal, changeant d’opinion de siècle en siècle. Tu soumettras tous les délinquants à une même règle, comme si un seul médicament pouvait soigner tous les malades.
Il fit signe ensuite au second, un petit brun vif comme l’éclair, qui avait toujours un bâton à la main pour battre ses frères.
— Toi tu seras un guerrier, un chef. Les hommes te suivront à la guerre, comme le troupeau se dirige à l’abattoir. Cependant, tout le monde t’admireras ; les gens, en te voyant couvert de sang, te considèreront comme un demi dieu. Si les autres tuent, on les jugera comme des criminels, mais si toi tu tues, tu seras un héros. Inonde les champs de sang, détruit les villages à feu et à sang, massacre, tue, cela n’empêchera pas les poètes de chanter tes louanges et les historiens d’écrire tes exploits. Ceux qui tenteront de t’imiter traineront une chaine à leur pied.
Après un moment de réflexions, le Seigneur s’adressa au troisième.
— Toi tu t’accapareras les richesses du monde, tu seras commerçant, tu prêteras de l’argent aux rois, les traitant comme tes égaux. Et si tu ruines tout un peuple, le monde entier admirera ton habilité.
Le pauvre Adam pleurait, plein de gratitude, alors qu’Eve, inquiète et tremblante, essayait de lui dire quelque chose. Le remord étreignait son cœur de mère ; elle pensait aux pauvres petits enfermaient dans l’étable qui allaient rester exclus de la répartition des grâces divines.
— Je vais lui montrer les autres, murmura-t-elle à son mari.
Ce grand timide s’y opposa en lui murmurant :
— Ce serait beaucoup trop demander. Le Seigneur va se fâcher.
Au même instant, l’archange Michel, qui était venu à contrecœur rendre visite aux réprouvés, pressa son Maître pour partir.
— Seigneur, il est déjà tard.
Le Seigneur se leva, l’escorte d’archanges, descendue des arbres, accourut pour présenter les armes à la sortie de la ferme.
Eve, pleine de remords, courut jusqu’à l’étable et en ouvrit la porte.
— Seigneur, il en reste encore quelques uns. Donnez quelque chose à ces pauvres petits.
Le Tout Puissant regarda avec surprise cette tripotée d’enfants sales et répugnants qui grouillait dans le fumier comme un tas d’asticots.
— Je n’ai plus rien à donner, dit-il. Leurs frères ont tout pris. J’y penserai femme, nous verrons cela plus tard.
Saint Michel empoigna Eve afin qu’elle n’importune plus le Maître, mais elle continua de le supplier :
— Quelque chose Seigneur ; donnez leur n’importe quoi. Que vont devenir ces pauvres petits ?
Le Seigneur voulait partir et sorti de la ferme.
— Ils ont déjà un avenir, dit-il à la mère. Ils seront chargés de servir et de soutenir les autres.
— Nous autres, ceux qui vivons sur terre, nous sommes les descendants de ces malheureux que notre première mère avait enfermé dans l’étable, termina le vieux moissonneur.

***

Sonita nous propose sa traduction :

L’étable d’Ève
Suivant avec des yeux faméliques l’ébullition du riz de la paëlla, les moissonneurs de la ferme écoutaient l’oncle Correchola, un vieux osseux qui montrait à travers sa chemise entrouverte une toison de poils gris.
Les visages rouges, vernis par le soleil, brillaient sous le reflet des flammes de l’âtre : les corps dégageaient la sueur de la pénible journée de travail, qui saturaient d’une grossière vitalité l’atmosphère de la cuisine, et à travers la porte de la ferme, sous un ciel violet dans lequel les étoiles commençaient à briller, on voyait les champs pâles et indécis dans la pénombre du crépuscule, quelques uns déjà moissonnés, exhalant à travers leur écorce brisée la chaleur de la journée, d’autres avec d’ondulants manteaux d’épis, qui tremblaient sous les premiers souffles de la brise nocturne.
Le vieux se plaignait de la douleur dans ses os. Que c’était difficile de gagner le pain… ! Et ce mal n’avait pas de cure : il existait depuis toujours les pauvres et les riches, et celui qui naît comme victime doit se résigner. Grand-mère le disait déjà : c’est la faute à Ève, à la première femme…. De quoi ne seront-elles pas coupables ?
Et, en voyant que ses compagnons de travail – beaucoup d’entre eux le connaissaient depuis peu –montraient de la curiosité pour en savoir plus sur la culpabilité d’Ève, l’oncle Correchola commença à raconter, dans un pittoresque valencien, le mauvais tour joué aux pauvres par la première femme.
Le fait ne remontait à rien de moins qu’à quelques années après que le couple rebelle ne fut jeté du Paradis avec la sentence de gagner le pain en travaillant. Adam passait ses journées à étriper des mottes et craignant pour ses récoltes ; Ève arrangeait à la porte de la ferme ses jupons de feuilles…et année après année un gamin de plus formant autour d’eux une foule de bouches qui ne savaient demander que le pain, en mettant le pauvre père dans l’embarras.
De temps à autre, voletait par-là un séraphin qui venait jeter un coup d’œil au monde pour ensuite raconter au Seigneur comment allaient les choses ici-bas après le premier péché.
–Mon enfant ! Petit ! – criait Ève avec le meilleur de ses sourires – Tu viens de là-haut ? Comment va le Seigneur. Quand tu le verras dis-lui que je regrette ma désobéissance… Nous étions si bien au Paradis… Dis-lu serai que nous travaillons beaucoup et que nous souhaitons simplement le voir pour nous assurer qu’il ne nous garde pas de rancœur.
–Votre volonté sera faite – répondait le séraphin.
Et en deux coups d’ailes, vu ou pas vu, il se perdait entre les nuages. Les messages dans ce genre abondaient, sans qu’Ève ne fût exaucée. Le Seigneur demeurait invisible, et selon les nouvelles, il était très occupé par l’arrangement de ses infinis domaines, qui ne lui laissaient pas une minute de repos.
Un matin, un rapporteur céleste s’arrêta devant la ferme.
–Écoute, Ève, si cet après-midi il fait beau, il est probable que le Seigneur descende faire un petit tour. Hier soir, en parlant avec l’archange Gabriel, il demandait : « Qu’en est-il de ces égarés ? »
Ève demeura abasourdie par tant d’honneur, et appela, en criant, Adam qui était dans une terrasse voisine, l’échine courbée, comme à son habitude. Quel grabuge il y eut dans la maison ! Le même qu’il y a la veille de la fête du village, quand les femmes reviennent de Valence avec leurs courses. Ève balaya et arrosa l’entrée de la ferme, la cuisine et les studios, mit le nouveau couvre-lit sur le lit, frotta les chaises avec du savon et de la terre, et s’attelant à la toilette des personnes elle se flanqua de sa meilleure jupe, endossant à Adam une casaque en feuilles de figuier qu’elle lui avait cousue pour les dimanches.
Elle croyait avoir déjà tout en ordre quand elle entendit les cris de ses nombreuses progénitures. Ils étaient vingt ou trente… ou Dieu sait combien. Et qu’est-ce qu’ils étaient moches et répugnants pour recevoir le Tout-Puissant ! Les cheveux emmêlés, les nez plein de croûtes, les yeux chassieux, le corps avec des écailles de saleté.
–Comment vais-je présenter cette friponnerie ? – criait Ève – Le Seigneur dira que je suis négligée, une mauvaise mère… Bien entendu, les hommes ne savent pas ce que c’est se démener avec autant de gamins !
Après de longs doutes, elle choisit les préférés (quelle mère ne les a pas !), lava les trois plus beaux, et, à coups de gifles elle emmena dans le retable tout ce troupeau triste et galeux, l’y enfermant malgré leurs protestations.
Le moment était venu. Un nuage immaculé et lumineux descendait dans l’horizon, et l’espace vibrait d’une rumeur d’ailes et la mélodie d’un chœur qui se perdait dans l’infini, répétant avec une mystique monotonie : « Hosanna, hosanna…! ». Ils mettaient déjà un pied à terre et venaient en chemin, avec un tel éclat qu’on aurait dit que toutes les étoiles du ciel étaient descendues sur terre pour se promener dans les champs de blé.
Les premiers à arriver furent un groupe d’archanges : le peloton d’honneur. Ils ont rengainé les épées de feu, firent quelques compliments à Ève, lui assurant que les années n’avaient pas de prise sur elle et qu’elle avait toujours une belle allure, et ensuite, dans une martiale franchise ils se répandirent sur les champs, montèrent sur les figuiers, tandis qu’Adam maudissait entre les dents, donnant déjà sa récolte comme perdue.
Puis, vint le Seigneur, la barbe éclatante couleur argent, et sur la tête un triangle qui rayonnait comme le soleil.
Derrière lui, Saint Michel et tous les ministres et hauts fonctionnaires de la cour céleste.
Il salua Adam avec un sourire bon, et à Ève, il lui assena un petit coup sur le menton en lui disant :
–Salut ! Alors, tu n’es plus aussi tête en l’air ?
Émus par tant d’amabilité les époux offrirent au Seigneur une chaise avec accoudoirs. Quelle chaise, mes enfants ! Large, commode, au caroubier fort, et un siège en galon d’alfa des plus fins, comme celle que le curé du village peut avoir.
Le Seigneur bien installé à son goût, prenait connaissance des affaires d’Adam, et apprenait ô combien il était difficile de gagner le pain quotidien pour les siens.
–Très bien – disait-il – cela t’apprendra à ne pas accepter les conseils de ta femme. Croyais-tu que tout allait être du gâteau comme au Paradis ? Rage, mon fils, travaille et sue ; comme cela tu apprendras à ne pas t’enhardir avec les plus âgés.
Mais, le Seigneur, repenti de sa rudesse, ajouta dans un ton bon :
–Ce qui est fait, est fait, ma malédiction doit s’accomplir. Je n’ai qu’une seule parole. Mais, puisque je suis déjà entré dans votre maison, je ne veux pas partir sans laisser un souvenir de ma bonté. Voyons voir Ève : amène-moi ces petits.
Les trois loupiots formèrent une file devant le Tout-Puissant, qui les examina attentivement un bon moment.
–Toi – dit-il au premier, un grassouillet très sérieux qui l’écoutait les sourcils froncés et un doigt dans le nez – tu seras le responsable de juger tes semblables, tu fabriqueras la loi, diras ce qui est un délit, changeant chaque siècle d’opinion, et tu soumettras tous les délinquants à une même règle, ce qui est comme si l’on guérissait tous les malades avec un même médicament.
Puis, il signala un autre, un métis vif, toujours un bâton à la main pour secouer ses frères.
–Tu seras un guerrier, un chef militaire. Tu mèneras derrière toi les hommes comme le troupeau qui marche vers l’abattoir, et cependant, on te réclamera : les gens, en te voyant couvert de sang, t’admireront comme un demi-dieu. Si les autres tuent ce seront des criminels ; si tu tues, tu seras un héros. Inonde de sang les champs, passe les villages à feu et à sang, détruis et tue, les poètes te chanteront et les historiens écriront tes exploits. Ceux qui, n’étant pas toi, fassent la même chose, traîneront des chaînes.
Le Seigneur réfléchit un instant et se dirigea vers le troisième.
–Tu t’accapareras des richesses du monde, tu seras commerçant, tu prêteras de l’argent aux rois en les traitant d’égal à égal, et si tu ruines un village tout entier, le monde entier admirera ton habilité.
Le pauvre Adam pleurait de reconnaissance, alors qu’Ève, agitée et tremblante, essayait de dire quelque chose, sans s’y décider. Dans son cœur de mère s’agitait le regret ; elle pensait aux pauvres petits enfermés dans l’étable qui allaient être privés du partage des grâces divines.
–Je vais les lui montrer – disait-elle entre les dents à son mari.
Et celui-ci, timide comme à son habitude, s’y opposait en murmurant :
–Ce serait trop d’hardiesse, le Seigneur se fâcherait.
Justement, l’archange Michel, qui était venu de mauvais gré chez ces réprouvés, pressait son Maître.
–Seigneur, il se fait tard.
Le Seigneur se leva, l’escorte d’archanges, descendit des arbres et vint en courant pour présenter les armes à la sortie.
Ève, mue par son regret, courut vers l’étable, en ouvrant la porte :
–Seigneur, il en reste encore. Quelque chose pour ces pauvres petits.
Le Seigneur regarda étrangement ce ramassis sale et répugnant qui s’agitait dans le fumier comme un tas de vers.
–Il ne me reste plus rien à donner – dit-il – leurs frères ont tout eu. J’y réfléchirai, femme, on verra plus tard.
Saint Michel poussait Ève afin qu’elle n’importune plus le Maître, mais elle continuait de supplier :
–Quelque chose, Seigneur ; donnez-leur n’importe quoi. Que vont devenir ces pauvres petits dans le monde ?
Le Seigneur désirait s’en aller et sortit de la ferme.
–Ils ont déjà une destinée – dit-il à la mère – Ceux-là se chargeront de servir et maintenir les autres.
–Et de ces malheureux – termina le vieux moissonneur – que notre première mère occulta dans l’étable, descendons nous qui vivons sur la terre.

***

Stéphanie nous propose sa traduction :

L'étable d'Ève

Tout en lorgnant d'un regard famélique le riz de la paella porté à ébullition, les moissonneurs de la ferme écoutaient le père Correchola, un vieillard osseux qui exhibait par sa chemise entrouverte une forêt de poils gris.
Les visages rubiconds, lustrés par le soleil, brillaient sous le reflet des flammes de l'âtre : les corps suintaient la sueur de leur laborieuse journée, saturant d'une vitalité grossière l'atmosphère ardente de la cuisine, et à travers la porte de la ferme sous un ciel aux teintes violacées où les étoiles commençaient à briller, on distinguait les champs pâles aux contours imperceptibles dans la pénombre du crépuscule. Certains, déjà moissonnés, exhalaient par les craquelures de leur terre la chaleur du jour, d'autres aux ondulants manteaux d'épis frémissaient sous les premiers souffles de la brise nocturne.
Le vieux se plaignait d'une douleur aux os. C'était dur de gagner sa croûte !... Et ce mal n'avait pas de remède : il y avait toujours des riches et des pauvres, et celui qui naît victime doit se résigner. Sa grand-mère le disait déjà : c'était de la faute d'Ève, de la première femme... C'était à se demander ce qui n'était pas de la faute des femmes.
Et en voyant que ses collègues de travail – nombre d'entre eux le connaissait depuis peu – étaient curieux de savoir quelle était la faute d'Ève, le père Correchola commença à raconter, dans un valencien pittoresque, le mauvais tour joué aux pauvres hommes par la première femme.
L'affaire remontait ni plus ni moins à quelques années après que le couple rebelle eut été expulsé du Paradis, condamné à gagner son pain en travaillant. Adam passait ses journées à écraser des glèbes et à trembler pour ses récoltes; Ève raccommodait, à la porte de la ferme, ses jupons de feuilles..., et chaque année un gamin venait s'ajouter, formant autour d'eux un essaim de bouches qui ne faisait que réclamer du pain, mettant le pauvre père dans une situation délicate. De temps en temps, voletait dans les parages un séraphin qui venait jeter un coup d'œil sur terre pour raconter au Seigneur ce qui se passait ici bas depuis le péché originel.
- Hé petit !... Mon petit ! – criait Ève affichant son plus beau sourire –. Tu viens de là-haut ? Comment se trouve le Seigneur ? Quand tu lui parleras, dis-lui que je me suis repentie de ma désobéissance... Nous étions si bien au Paradis ! Dis-lui que nous travaillons beaucoup, et nous souhaitons le revoir uniquement pour nous assurer qu'il ne garde pas de rancœur envers nous.
- Vos désirs sont des ordres – répondit le séraphin.
Et en deux coups d'ailes, en un clin d'œil, il disparut entre les des nuages. Les messages de ce genre se multipliaient, sans que l'on accède à la demande d'Ève. Le Seigneur restait invisible, et d'après les nouvelles, il était très occupé par l'aménagement de ses infinis territoires, qui ne lui laissaient pas un instant de repos.
Un matin, un rapporteur céleste s'arrêta face à la ferme.
- Écoute, Ève : s'il fait beau cet après-midi, il se peut que le Seigneur descende faire un petit tour. Hier soir, en parlant à l'archange Michel, il a demandé : « Qu'en est-il de ces pécheurs? »
Ève fut comme abasourdie par tant d'honneur. Elle héla Adam, qui était dans un champ voisin l'échine courbée, comme toujours. Quel remue-ménage dans la maison ! Comme une veille de fête de village, lorsque les femmes reviennent de Valence avec leurs courses. Ève balaya et arrosa l'entrée de la ferme, de la cuisine, des chambres ; elle dressa un couvre-lit tout neuf, frotta les chaises avec du savon et de la terre, et en entrant dans la salle de bain, elle enfila sa plus belle jupe, et fit endosser à Adam une casaque de feuilles de figuier qu'elle lui avait confectionné comme habit du dimanche.
Elle pensait avoir les choses bien en mains, lorsque les cris de sa nombreuse progéniture retinrent son attention. Ils étaient vingt ou trente... ou Dieu sait combien. Et comme ils étaient laids et répugnants pour recevoir le Tout-Puissant ! Les cheveux emmêlés, le nez encrouté , les yeux crottés, le corps couvert de squames de saleté.
- Comment puis-je présenter cette bande de malpropres ? - s'écria Ève -. Le Seigneur dira que je les néglige, que je suis une mauvaise mère. Évidemment, les hommes ne savent pas ce que c'est que de se démener avec tous ces gamins.
Après de longues hésitations, elle choisit ses préférés, (qui diable n'en a pas !), lava les trois plus jolis, et mena jusqu’à l'étable tout ce bétail triste et galeux, à coups de pieds aux fesses, et les enferma, malgré leurs protestations. Il était temps. Un nuée lumineuse d'une blancheur immaculée descendait de l’horizon, et l’espace vibrait dans un bruissement d’ailes et la mélodie d’un chœur qui se perdait dans l’infini, répétant avec une mystique monotonie :
Hosanna ! Hosanna !... Déjà ils posaient pied à terre, déjà ils arrivaient par le chemin, avec un tel éclat qu’on aurait dit que toutes les étoiles du ciel étaient descendues se promener parmi les champs de blé.
Un groupe d’archanges ouvrait le cortège : le piquet d’honneur. Ils rengainèrent leurs épées de feu, adressèrent quelques compliments à Ève, lui assurant que le passage des années n’avait aucun effet sur elle et qu’elle était toujours aussi belle, et avec une franchise martiale, ils se dispersèrent ensuite à travers les champs, grimpant aux figuiers, alors qu’Adam jurait tout bas, donnant déjà sa récolte pour perdue.
Puis vint le Seigneur : une barbe d’un argent resplendissant, et sur la tête un triangle aussi éblouissant que le soleil. Derrière lui, Saint-Michel et tous les ministres et hauts employés de la cour céleste.
Le Seigneur accueillit Adam d’un sourire affable, et donna une petite tape sur le menton d’Ève, en lui disant :
- Tiens, sacré numéro ! Tu n'es plus si inconséquente ?
Émus par tant d’amabilité les époux proposèrent au Seigneur un fauteuil. Quel fauteuil, mes enfants ! Large, confortable, en caroubier résistant, et avec une assise ornée de soutaches du sparte le plus fin, pareil à celui que pourrait avoir le curé du village.
Le Seigneur carré bien à son aise, prenait connaissance des affaires d’Adam, de combien il lui était difficile de subvenir aux besoins des siens.
- Bien, très bien – disait-il -. Ça t’apprendra à ne pas suivre les conseils de ta femme. Tu pensais que tu allais vivre aux crochets du Paradis ? Que nenni, mon enfant ; travaille et transpire ; ainsi tu apprendras à ne pas maltraiter tes aînés.
Mais le Seigneur, repenti de sa dureté, ajouta d’un ton bienveillant :
- Ce qui est fait, est fait, et ma sentence doit être purgée. Je n’ai qu’une parole. Mais maintenant que je suis entré dans votre maison, je ne veux pas partir sans laisser un souvenir de ma bonté. Voyons Ève : approche-moi ces enfants.
Les trois mouflets se mirent en ligne face au Tout-Puissant, qui les examina attentivement un bon moment.
- Toi, dit-il au premier, un grassouillet à l’air très sérieux, qui l’écoutait les sourcils froncés et un doigt dans le nez-, tu seras chargé de juger tes semblables. Tu créeras la loi, tu décideras ce qui relève du crime, changeant d’avis au gré des siècles, et tu soumettras les délinquants à une seule et même règle, comme si on soignait tous les malades avec le même médicament.
Ensuite il en montra un autre, un petit brun gaillard, toujours armé d’un bâton pour battre ses frères.
- Toi, tu seras un guerrier, un meneur. Tu traîneras les hommes derrière toi tel le bétail qui se dirige vers l’abattoir, et, cependant, on te réclamera: les gens, en te voyant couvert de sang, t’admireront comme un semi-dieu. Si les autres tuent, ils seront des criminels ; si tu tues, tu seras un héros. Inonde de sang les champs, mets les villages à feu et à sang, détruis, tue, et les poètes te célèbreront et les historiens écriront tes exploits. Ceux qui sans être toi feront la même chose, traîneront des chaînes.
Le Seigneur réfléchit un moment, et s’adressa au troisième.
- Tu accapareras les richesses du monde, tu seras commerçant, tu prêteras de l’argent aux rois, les traitant comme tes pairs, et si tu ruines tout un village, le monde entier admirera ton habileté.
Le pauvre Adam pleurait de reconnaissance, alors qu’Ève, inquiète et tremblante, essayait de dire quelque chose, sans se décider à le faire. Dans son cœur de mère les remords s’agitaient ; elle pensait aux pauvres petits enfermés dans l’étable qui allaient être exclus de la répartition des grâces.
- Je vais les lui présenter – disait-elle tout bas à son mari.
Et celui-ci, toujours timide, s’y opposait en murmurant :
- Ce serait trop osé. Le Seigneur se fâcherait.
Alors, l’archange Michel, qui était venu à contrecœur chez ces réprouvés, pressait son Maître.
- Seigneur, il se fait tard.
Le Seigneur se leva ; l’escorte d’archanges, descendant des arbres, arrivèrent en toute hâte pour présenter les armes à la sortie.
Ève, vaincue par les remords, courut à l’étable, ouvrit la porte.
- Seigneur, il y en a d'autres. Quelque chose pour ces pauvres petits.
Le Tout-Puissant regarda avec étonnement ce troupeau sale et dégoûtant qui s'agitait dans le fumier comme un grouillement de vers.
- Il ne me reste rien à donner -dit-il. Leurs frères ont tout pris. J'y penserai, ma jolie ; nous nous en occuperons plus tard.
Saint Michel poussait Ève pour qu'elle cesse d'importuner le Maître, mais elle ne cessait de le supplier :
- Quelque chose, Seigneur : donnez-leur quelque chose d'infime. Que vont faire ces malheureux dans la vie?
Le Seigneur souhaitait s'en aller, et sortit de la ferme.
- Ils ont déjà une destinée – dit-il à la mère. Ceux-ci se chargeront de servir et de maintenir les autres à leur place.
Et de ces malheureux – finit le vieux moissonneur -, que notre première mère cacha dans l'étable, nous descendons, nous autres qui vivons ici bas.

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