samedi 22 octobre 2011

Version de CAPES, 18 (à rendre pour le 27 octobre)

¿Cómo había transcurrido ese primer año de ma­trimonio entre Adelina y Rodolfo? Acaso el joven, al tomar estado, decidió que sus obligaciones consistían en mantener, dentro de lo posible, la consabida apa­riencia de un Ceballos. Algún cambio moral debía suponer el matrimonio: el único probable, en el caso de Rodolfo Ceballos, era pasar de la existencia sim­pática, despreocupada, guanga, que hasta entonces había conducido, a una vida –¿cómo lo diría él mismo?– más seria, más asentada. Nunca habían tenido fe en él. No había podido hacer la carrera de leyes. Su madre lo destituyó de la administración de las tierras. Ahora demostraría que podía ser tan exce­lente jefe de familia como su padre. La transforma­ción no había de costarle demasiado trabajo: si Ro­dolfo era nieto de Margarita la jocunda, también era hijo de Guillermina la tiesa; La verdad es que Ade­lina López puso cuanto estuvo de su parte para es­timularlo en esta dirección. La actitud de la mujer era suicida: si su interés estribaba en que, para encumbrarla, Rodolfo se condujera con el mayor rigor social, en este desarrollo habría de destacar, con el tiempo, la propia vulgaridad de Adelina. La mujer no se dio cuenta de que sus posibilidades de felicidad radicaban, precisamente, en que Rodolfo continuase por su senda de bonhomía desaliñada. Hubiese sido la mujer ideal de un jugador de dominó. Fue Ade­lina quien obligó a Rodolfo a cerrar las puertas de la casa a los antiguos compañeros de dominó. Adeli­na quien limitó a un almuerzo dominical la estridente presencia de don Chepepón. Adelina quien orilló a su marido a abrir de nuevo el largo salón afrancesado, y ella quien formuló las listas de invitados selectos. Ella, quien clamó para que Rodolfo tomase un dependiente de almacén y se escondiese en la improvisada oficina de los altos. Ella, en fin, quien suprimió la eterna sonrisa de los labios del comerciante. Pero también, al exhibirse en la forzada tertulia de los sá­bados ante las viejas familias, Adelina había permi­tido al marido comparar costumbres. No porque las de los invitados fuesen ejemplares, sino porque Ade­lina siempre resultaba en un escaño más bajo que el de la estricta mediocridad provinciana. Todas las voces eran apresuradas; la de Adelina, chillona. To­dos eran hipócritas; Adelina sobreactuaba. Todos eran beatos; Adelina, con mal gusto. Y todos poseían el mínimo de conocimiento de los valores entendidos; a ella le faltaba. Abundaron las opiniones: cursilería, ausencia de tacto, mala educación social. Y Rodolfo, dispuesto a asumir de nuevo su tradición, hubo de aceptar las censuras. A medida que los propósitos de la esposa se realizaban, el afecto del marido se iba en­friando. Empezaron los altercados, los dimes y diretes, los lloriqueos., Carlos Fuentes, Las buenas conciencias

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