lundi 19 décembre 2011

Projet C2C – Équipe « Les étoiles filantes »

Voici le texte sur lequel Irène et Elena, Les Étoiles Filantes, vont travailler :
« Réplica » du Vénézuélien Ronald Delgado

Remerciements à l'auteur

Pour les Tradabordiennes et les Tradabordiens, se mettre à la traduction de nouvelles de SF est une nouvelle aventure… car si jusque-là, nous avons tous œuvré pour repousser les barrières élevées entre la pseudo-grande littérature et les pseudo-petites littératures (vive la culture populaire, sous toutes ses formes !), c'était effectivement un domaine que nous ne connaissions guère pour la plupart d'entre nous et, à titre personnel, qu'il ne me serait jamais venu à l'esprit de travailler… Comme quoi, on a beau affirmer haut et fort que traduire, c'est partir sans complexes à la conquête de son propre monde (en l'occurrence les territoires francophones) pour y diffuser d'autres mondes et repousser ainsi les frontières toujours trop étroites à nos yeux…, on a ses propres limites…, conscientes ou non ; des pans entiers de réalité que l'on ne regarde pas, convaincu qu'ils sont hors de portée, hors champ et peut-être même inexistants. C'est cela le pire : on ne se pose même pas la question ! Préjugés encore ! Pour moi, la SF, c'était principalement l'apanage des anglo-saxons, leur littérature, leur cinéma, leur BD…, globalement leurs héros… dans une bien moindre mesure d'autres pays… (en France, nous avons Jules Verne, le père du genre), mais certainement pas l'Amérique latine. Or oui, nous pouvons le dire avec fermeté : il y a bel et bien de la SF en Amérique latine, et c'est cette découverte-là que nous faisons alors que nous lançons ce projet de traduction collective. En descendant de nos caravelles ignorantes et un peu arrogantes, il faut l'avouer, nous avons été accueillis par des auteurs formidables ; non seulement de très bonnes et belles plumes… mais des gens à titre personnel très aimables et très généreux. Notre demande était simple : pouvons-nous traduire votre travail et le publier gracieusement – sachant que nous ne sommes animés par d'autres buts que le plaisir de travailler ensemble et mus par le désir de donner à connaître cette littérature doublement venue d'une autre planète ? La réponse d'un Ronald Delago, et d'autres, nous y viendrons, a été simple, claire, sans détours : bien sûr, et ce serait un honneur pour moi ! Voilà… Raison pour laquelle nous le remercierons collectivement : outre la partie financière de l'histoire, il y a cette confiance qu'il nous fait et cette poussée amicale qu'il nous donne.
Oui, plus de doute, nous avons bien une mission à mener.
Équipages interstellaires, en route !

Caroline Lepage


A título personal y en nombre de los Tradabordiano/as en general, me cabe agradecer al autor venezolano Ronald Delgado, el habernos facilitado con total desinterés y mucha buena voluntad el texto que traduciremos a continuación. Es un cuento de su autoría que ha sido publicado recientemente en su libro Réplica (para mas información ver:
y que no se encuentra en línea por Internet, es decir que Tradabordo tiene hoy la primicia y el honor en el ciberespacio ! Doblemente gracias por su generosa autorización sin reservas y por la confianza depositada en nuestro trabajo. Y ahora: manos a la obra!

Elena Geneau

***

Réplica

Dentro del transporte, el teniente Eric Deirmir permanecía quieto en el puesto designado, con la espalda apoyada contra el duro metal del vehículo y las manos sujetando los protectores de sus rodillas. La mirada vidriosa y lejana estaba clavada en los restos de barro que se asomaban por la punta de sus botas, mientras el sudor le resbalaba por el rostro y descendía por el cuello, hasta perderse en alguna parte del interior del traje de combate. Podía escuchar la respiración intensa de sus compañeros de pelotón, el estrépito de las ametralladoras al chocar unas con otras y la voz estentórea del capitán Madubar mientras gruñía sus indicaciones pero, en lo profundo de su mente, era capaz de clasificar y atenuar todos esos ruidos con el fin de captar con mayor claridad aquellos provenientes del exterior del blindado.

Opacos, como leves golpeteos producidos debajo del agua, percibía los disparos y las explosiones que los esperaban. Los sonidos apenas lograban hacer vibrar los tejidos de sus tímpanos, pero su estómago y su pecho se sacudían, producto de las fuerzas subsónicas. Absorto, intentaba determinar la procedencia de los disparos para así construir un mapa mental de la localización de las tropas y maquinarias enemigas. Más allá de los reportes satelitales y de la información de inteligencia, eran sus instintos y sentido común los que lo guiaban en el campo de batalla. Los químicos que invadían su torrente sanguíneo suprimían las respuestas naturales de temor o duda y elevaban —a su vez—, la agresividad y la rapidez en la toma de decisiones, de modo que luchaba con fortaleza y total entrega, pero no por ello dejaba de escuchar nunca lo que sus entrañas tenían que decirle durante esas duras campañas.

Después de todo, seguía siendo humano. Tal vez por esa razón todo su cuerpo siempre se estremecía cuando llegaba el momento de salir del acorazado y hacerse uno con el infierno de la guerra.

Justo en ese instante, una ráfaga de alto calibre alcanzó al vehículo e hizo que se agitara y modificara ligeramente su rumbo, pero el impacto no pudo detenerlos. El capitán Madubar soltó una carcajada y se golpeó el casco con la culata de la ametralladora.

¡Imbéciles! —gritó—. ¡No tienen idea de lo que les espera!

El resto del pelotón explotó en bramidos y miradas centelleantes.

¡Ya lo saben, señoritas! —prosiguió el capitán—. Controlen las calles y controlaremos el fuerte. Controlen el fuerte y controlaremos la ciudad. Controlen la ciudad y la mitad de la guerra estará ganada.

Los soldados respondieron con vítores de júbilo.

La lámpara roja que indicaba la orden de despliegue iluminó el oscuro interior del acorazado y enseguida el pelotón verificó su armamento y adoptó las posiciones de combate.

¡Teniente Deirmir, ha llegado el momento! —gritó Madubar.

El teniente asintió con la cabeza y dio un par de golpes al intercomunicador de su casco.

¡Adelante, Patrulla Uno! —exclamó.

¡Listo! —confirmó parte del pelotón, y sus voces fueron amplificadas por los auriculares del los cascos.

¿Patrulla Dos?

¡Listo!

Patrullas Tres y Cuatro.

¡En orden!

¡Pelotón listo, señor! —confirmó Deirmir.

El capitán Madubar apretó los dientes y caminó hacia el fondo del vehículo, dejando la escotilla libre, así como el estrecho corredor que dirigía a ella. El transporte se detuvo de pronto y la lámpara roja comenzó a titilar frenética.

¡Fuego hasta la muerte! —gritó el capitán—. ¡Al fin y al cabo no importa!

Entonces los precintos externos de la escotilla se soltaron y las puertas se abrieron de un golpe, permitiendo que las tropas saltaran finalmente al campo de batalla.

Las Patrullas Uno y Dos aseguraron el perímetro del acorazado y luego los soldados restantes, junto al teniente Deirmir, pusieron pie en tierra.

Un segundo después, el pelotón entero cayó abatido presa del fuego enemigo. Sorprendido, el teniente asió con firmeza su arma y levantó la mirada para buscar entre los edificios el origen de los disparos. Su rostro quedó lo suficientemente expuesto como para permitir que una certera bala lo atravesara, haciendo que volara toda su cabeza.

Como el rudo despertar de una pesadilla.

Así lo sentía el teniente Deirmir cada vez que era gestado. La bulla a su alrededor le dañaba los oídos y sus ojos ardían, mientras la realidad dejaba de ser difusa y se tornaba nítida. Agitaba la cabeza y se miraba las manos y los brazos empapados en sudor. Entonces el médico de guardia lo abofeteaba un par de veces y verificaba su estado, extendiendo sus párpados y apuntándole con la luz de esa linterna que hacía palpitar su cabeza; tras asentir satisfecho, le colocaba el casco de un golpe y lo empujaba fuera de la Incubadora.

Vivo de nuevo y de vuelta al puesto de avanzada, el general de Brigada lo tomó por los amarres del traje de combate y le gritó al oído:

¡Teniente, el capitán Madubar logró sobrevivir al ataque y se encuentra luchando en el interior del fuerte! ¡Un segundo pelotón aseguró el área y acabó con los hostiles. Diríjase de inmediato a la zona y tome el control del pelotón!

Deirmir asintió en un acto reflejo y observó alrededor, para tener clara su ubicación en el teatro de operaciones. Al oeste, la autopista principal que atravesaba gran parte de la ciudad ya había sido controlada por las tropas aliadas. Un par de cuadras más hacia el noroeste, entre los altos y destrozados edificios de metal y concreto, se emplazaba el centro de resistencia enemiga. El teniente verificó el estado de su armamento y después corrió hacia la avenida paralela a la autopista, tomando una ruta alterna al fuerte. Con la respiración acelerada, se adentró con otros soldados en las peligrosas calles de la ciudad, iluminadas parcialmente por el sol matutino que se elevaba en el horizonte.

Todavía conmocionado por la gestación, sus piernas flaquearon, pero sabía que se trataba tan sólo de un efecto secundario del proceso y que pronto su organismo retomaría el ciento por ciento de sus capacidades. Inevitablemente, el teniente siempre se preguntaba cómo lograban hacerlo. Cómo conseguían gestar a los soldados tan aprisa, cómo trasladaban su conciencia y sus recuerdos a los nuevos cuerpos y cómo éstos, en cuestión de minutos, ya estaban listos para el combate. Más aún, se preguntaba cómo era posible que recordara todo, hasta el último segundo de sus muertes recientes. Con un parpadeo, pudo verse de nuevo a los pies del acorazado, rodeado de un pelotón masacrado y buscando entre los edificios a las tropas enemigas, justo antes de ser alcanzado por la bala que acabara con su vida hacía unos minutos... Como teniente, no tenía acceso a la información científica y de inteligencia detrás del proceso de gestación pero, en base a lo que eran puras especulaciones y discusiones entre soldados, la capacidad para recordar debía estar relacionada con el millar de nanomáquinas que bien sabía habitaban su corteza cerebral. Diminutos transmisores inalámbricos, era un término que había escuchado algunas veces. Era una posibilidad, pero Deirmir prefería no ahondar demasiado en ello. Después de todo, de ser cierto, así como podían las nanomáquinas ser transmisoras también podrían ser receptoras de ordenes y al teniente no le gustaba la idea de ser manipulado a distancia sin su plena conciencia y aprobación.

De vuelta a su presente, un desagradable escalofrío lo atacó desde la base de la espina hasta el cuello. Detuvo su avance, apretó los dientes y sacó de uno de los bolsillos de su traje una jeringa colmada de cóctel químico. Se colocó la punta en el cuello y dispensó una dosis entera. Inhaló y exhaló despacio un par de veces y luego retomó su rumbo, casi odiándose a sí mismo por haber aceptado convertirse en un Réplica, aunque sabía muy bien que ellos representaban el arma definitiva contra un enemigo cuyos ejércitos estaban constituidos por simples mortales, tecnológicamente incapaces de duplicarse a sí mismos.

Al llegar al final de la primera cuadra, escrutó la calle transversal y se aseguró de que hubiera sido controlada. Un tanque de asalto permanecía vigilante en medio del asfalto, mientras una docena de soldados patrullaba la zona. Deirmir se encaminó hacia la próxima cuadra por un solitario callejón que separaba dos viejos edificios. Del otro lado, la avenida llevaba directamente al fuerte enemigo. A su derecha, el teniente pudo observar el blindado que lo había llevado allí en el primer avance. Identificó de inmediato su cadáver y negó con la cabeza, molesto por haberse dejado emboscar tan fácilmente.

Hacia el extremo opuesto de la avenida lo esperaba el segundo pelotón de asalto, escudado por dos autobuses destrozados que humeaban muy cerca de la entrada este del fuerte. La edificación era una estructura de metal y concreto gris opaco de cuatro pisos, con un área que alcanzaba casi la de una cuadra entera. Tenía forma octogonal y estaba rodeada por un prominente muro reforzado con torres armadas a cada lado de los portones de acceso. Tanto el muro como gran parte de la fachada del fuerte estaban visiblemente deteriorados y muchas de las ventanas blindadas habían caído dejando expuestas posibles vías al interior del edificio. Al parecer, las torres defensivas enemigas ya habían sido neutralizadas y el fuego hostil se limitaba a tropas que disparaban desde algunas ventanas y de los puestos de observación que enmarcaban el enorme portón del recinto. Unos cuantos francotiradores y artilleros también ofrecían resistencia desde la azotea.

Deirmir corrió hacia los autobuses y fue recibido por el jefe del pelotón.

¿Cuál es la situación, sargento? —preguntó el teniente.

Las defensas primarias fueron destruidas. El equipo de explosivos está preparando la maniobra para derribar la puerta de entrada.

¿Qué hay del capitán Madubar?

El sargento se encogió de hombros.

Nos reunimos con el capitán allá, junto al acorazado. Avanzamos hasta este punto, pero luego él desapareció en dirección al fuerte y perdimos el contacto.

¡Excelente! —espetó Deirmir y golpeó su casco en la sien—. Adelante, capitán Madubar; aquí Deirmir. ¿Adelante?

Sus oídos sólo recibieron estática.

Adelante, Base. Me encuentro con el pelotón —señaló—. ¿Cuál es la situación del capitán Madubar?

Enseguida, teniente —escuchó una estática intermitente durante unos segundos y luego la voz volvió al intercomunicador—. El capitán fue interceptado camino a la entrada suroeste del fuerte. Sigue con vida pero desconocemos su localización actual.

Copiado, fuera… ¡Maldita sea!

El teniente se asomó por el borde despejado del autobús y sopesó la situación. Si el equipo de explosivos hacía bien su trabajo, tanto el portón como las torres defensivas caerían íntegras, producto del ataque.

Muy bien, sargento; envíe a los muchachos. ¡Derriben ese muro!

Cuatro miembros del pelotón sacaron de sus mochilas las cargas explosivas y otros dos prepararon sus armas para acompañarlos. Sin dificultad, colocaron los artefactos en los puntos indicados del portón y las torres y regresaron a los autobuses mientras las demás patrullas disparaban hacia la parte alta del fuerte, desde donde tropas enemigas contraatacaban.

El teniente dio la orden y las cargas volaron, destruyendo el portón y parte del muro fortificado de la entrada, así como todo lo construido o colocado alrededor. El área circundante se llenó de una espesa capa de polvo y humo oscuro que por unos segundos obstruyó totalmente la visión hacia el edificio.

¡Corran, corran, corran! —le gritó Deirmir al pelotón cuando la visibilidad mejoró lo suficiente.

Se adentraron en la estructura del fuerte y se toparon con unas largas y elaboradas escaleras que daban a una amplia galería. El lugar, más que una construcción militar, parecía un templo, espacioso y suntuoso. Reagrupó las fuerzas al llegar a la parte superior y les ordenó desplegarse.

Aseguren cualquier otra entrada. Si encuentran al capitán, informen de inmediato.

El teniente caminó con calma hacia el final de la galería. Allí, un elevador y unas escaleras anchas indicaban la ruta hacia los pisos superiores. El elevador se encontraba detenido en el tercer piso. Pulsó el interruptor y la luz de bajada se encendió, pero el aparato no pareció moverse.

Deirmir giró trescientos sesenta grados para contemplar todo su entorno.

Adelante, Base. La planta baja este del fuerte ha sido asegurada, pero no estoy seguro de tener la situación controlada. Nos resultó demasiado sencillo llegar hasta acá.

Copiado, teniente. Consideraremos su apreciación. Mientras tanto, le serán despachados refuerzos. Continúe con la misión.

Deirmir se mordió los labios.

El precio de ser prescindible —murmuró—. ¡Atención, Patrullas Uno y Tres!

¡Sí, señor!

¡Es hora de finalizar con todo esto!

Les señaló las escaleras y las tropas se reordenaron disciplinadamente junto a ellas.

El teniente hizo un ademán con las manos y los soldados respondieron subiendo con energía a la siguiente planta. Allí se encontraron con un grupo de al menos cuarenta combatientes que descargaron sus armas contra ellos. El tronar de las ametralladoras se vio amplificado por la acústica propia del corredor y el destello de los cañones lo convirtió todo en un mortal espectáculo de luces. Mientras Deirmir subía, dos de sus muchachos cayeron muertos a sus pies. Se detuvo en el borde de la pared y les ordenó replegarse a los soldados expuestos. Luego tomó una granada de alto impacto y la dejó rodar hacia la formación enemiga.

El estallido fue tan intenso que el suelo vibró y el concreto del techo se resquebrajó. El teniente meneó la cabeza y se llevó las manos al casco, intentando mitigar el zumbido agudo y desagradable que le perforó los oídos.

¡Ahora! —ordenó y saltó hacia el corredor.

Eficaz, como una máquina, acabó con los soldados que habían sobrevivido a la granada. Una a una, fue recorriendo las habitaciones y pasillos del lugar, asegurándose de colocar una bala entre los ojos de cualquiera que le se les opusiese. Al cabo de dos minutos y medio, toda esa ala de aquel piso estaba consolidada.

Adelante, refuerzos. ¡Respondan!

Un momento de estática y luego voces:

¡Aquí Patrullas Nueve, Doce y Quince reportándose!

Los primeros refuerzos habían llegado al pie del edificio.

Procedan al primer piso.

¡Sí, señor!

El teniente regresó a las escaleras y esperó que todas las tropas de refuerzo se plantaran ante él. Entretanto, hurgó sus ojos y, al reabrirlos, se topó con la mirada del jefe de pelotón.

Esperamos encontrar mucha más resistencia arriba —dijo, señalando el techo con el dedo índice—, así que…

¡Señor! —interrumpió de pronto el soldado, que enarcó las cejas e indicó algo a espaldas del teniente.

Deirmir se volvió y notó que el elevador descendía. Levantó la ametralladora y retrocedió un par de metros. El resto de la tropa se preparó para atacar.

El elevador se detuvo y las puertas se abrieron. Dentro, el capitán Madubar estaba tendido en el suelo, amordazado y con la mirada encendida. Todo su pecho, su espalda, sus piernas y gran parte del piso estaban impregnados con masa gelatinosa de explosivo líquido.

Madubar gruñó algo ininteligible, más molesto que asustado, y luego el líquido verdusco desató su furia destructiva.

Un nuevo puesto de avanzada había sido emplazado justo ante la entrada principal del fuerte, tras los autobuses derribados. La Incubadora, protegida por una coraza móvil capaz de resistir cualquier impacto directo de bajo o alto calibre, bramaba como una fiera mitológica mientras escupía Réplicas al campo de batalla. El teniente Deirmir trastabilló al pisar el asfalto, pero recuperó el equilibrio y se incorporó, mientras luchaba con sus entumecidos sentidos.

Hundió el mentón en el pecho, cerró los ojos y respiró despacio a lo largo de un minuto.

Maldita sea —murmuró—. Maldita sea, maldita sea…

¡Están acabando con nuestras tropas! —tronó en los oídos del teniente—. ¡No podemos permitirlo! ¡Eliminen al general a cargo y controlen el fuerte!

Atención, Base —llamó el teniente, ahora sereno—. Las escaleras y el elevador del ala este han quedado destruidas. ¿Cuál es la situación con los demás accesos?

Dos pelotones están tomando el control de las alas oeste y suroeste, pero se han encontrado con una resistente compañía enemiga.

Sin duda están luchando con todo —afirmó—. Me parece que están protegiendo algo muy importante y que están dispuestos a destruir su propio fuerte, si es necesario, para evitar que nosotros demos con ello.

Inteligencia ya trabaja en esa suposición.

Deirmir meneó la cabeza y llevó su mirada al fuerte. La explosión del segundo piso había arrancado gran parte de la fachada al edificio y llamas intensas comenzaban a extenderse hacia el piso superior. Arriba, en la azotea, los francotiradores y artilleros parecían haber abandonado sus posiciones. El teniente frunció el ceño y caminó de nuevo hacia el derruido portón principal.

Atención, Base. Necesito información de satélite sobre la situación de la azotea del fuerte.

Sobre el visor del casco se proyectó una transmisión en tiempo real de su solicitud. Unas dos docenas de soldados enemigos, además de cuatro artilleros, se encontraban resguardando el pozo que bajaba hacia el interior de la fortificación. El teniente Deirmir levantó la comisura de la boca en una sonrisa maliciosa.

Solicito un equipo de asalto aéreo para tomar la azotea.

Considerando solicitud… Solicitud aprobada. El vehículo aéreo de asalto lo recogerá en treinta segundos.

Con obscena puntualidad, un aerodeslizador apareció en el plano indicado sobre su cabeza y dejó caer el cable de amarre. Aseguró el gancho a su traje de combate y fue llevado al interior de la pequeña nave para reunirse con el resto del equipo de asalto.

¡Señores, el enemigo se encuentra protegiendo el acceso hacia los pisos inferiores del fuerte! —explicó, mientras una veintena de jóvenes excitados le miraban—. Son apenas un puñado, así que terminémoslos aprisa.

El vehículo se elevó impulsado por sus potentes motores y se detuvo a unos diez metros sobre el centro de la azotea. Cubriría el descenso de los soldados con precisión, formando un perímetro de disparos a su alrededor. El teniente, junto al equipo de asalto, se lanzó al vacío, sostenido por el cable de amarre. Al tocar el suelo de la azotea, él y sus soldados cargaron de inmediato contra las fuerzas enemigas.

Deirmir dirigió sus primeros disparos contra los cuatro artilleros que ya estaban listos para derribar el aerodeslizador. Logró alcanzar a tres de ellos antes de que detonaran sus armas, pero el último tuvo la velocidad y la habilidad suficientes para soltar los misiles y replegarse entre los escombros y escudos que hacían de trinchera, antes que el teniente siquiera le apuntara. En cuestión de segundos, el aerodeslizador recibió el impacto y se desplomó, generando un estruendo ensordecedor. Estimulados por la pérdida del vehículo aéreo, los miembros del equipo de asalto chillaron con odio y arremetieron contra el resto de sus enemigos, haciéndolos caer en secuencia como alineadas piezas de dominó.

Atención, Base. Perdimos el aerodeslizador, pero la azotea está bajo control. Envíen refuerzos.

Copiado, teniente. Proceda con el interior del edificio. El capitán Madubar será enviado con los refuerzos cuando termine su gestación.

Deirmir se golpeó el casco y luego les dio las indicaciones a los soldados, agitando las manos en el aire. Uno a uno, descendieron por el estrecho hoyo que daba al cuarto piso del fuerte. Adentro, el sonido de las ametralladoras y las bombas resonaba incesantemente. La lucha por el control de la fortificación sin duda había llegado ya al tercer piso.

Entre tanto, el lugar que recién comenzaban a explorar era una habitación espaciosa, como un cuarto de reuniones, pero gran parte del mobiliario, las computadoras de control y las luces del cielo raso habían sido destruidas. Los soldados encendieron las lámparas de sus cascos y procedieron a ocupar la zona.

Al final de la habitación, pasando un par de cadáveres enemigos, altas puertas de vidrio reforzado aún se mantenían intactas. El teniente reptó hasta ellas y verificó que el pasillo del otro lado estuviese despejado. Satisfecho con lo que había visto (un largo corredor vacío y un poco más iluminado) le ordenó al equipo seguir adelante.

Recorrieron el corredor, de monótonas paredes grisáceas y piso de roca, asegurando cada cuarto y cada rincón con eficacia. Sortearon un par de minas antipersonales y se encontraron con tan sólo tres soldados enemigos durante la mitad del trayecto. Deirmir, dubitativo, murmuró unas palabras que pudieron ser escuchadas claramente por el resto del equipo:

¿Dónde se han metido todos?

Obtuvo la respuesta a su pregunta un minuto después.

De alguna manera, todos los pasillos y habitaciones de ese piso del fuerte llevaban al mismo sitio: el Cuarto de Control. Así lo indicaban los resplandecientes rótulos electrónicos que estaban colocados a lo alto en todo el perímetro del lugar. Protegidos con escudos, restos de mesas y sillas e incluso cadáveres apilados, las fuerzas enemigas esperaban adentro, dispuestas a matar y morir por defender a algo o a alguien que se escondía en la Sala de Comando.

Un torbellino de fuego se formó dentro del fuerte cuando los ejércitos se enfrentaron. Por su ubicación, las tropas enemigas tenían ventaja y quienes primero fueron abatidos pertenecían al equipo del teniente Deirmir. Éstos se replegaron hacia los diferentes corredores, cubriéndose con los recodos de las paredes y después contraatacaron al afianzar sus posiciones.

El teniente repitió su táctica anterior y lanzó hacia el Cuarto de Control dos granadas de alto calibre, que explotaron simultáneamente sacudiendo las bases enteras del edificio. Con seguridad —pensó—, al menos la mitad de las fuerzas enemigas habían sido anuladas.

Esperaron unos segundos hasta que se disipó la nube de humo y avanzaron de nuevo hacia la habitación. Para su sorpresa, el enemigo había resistido extraordinariamente el ataque. Los sobrevivientes, mutilados y adoloridos, persistían en elevar sus armas y disparar. Lograron detener a más de un tercio del equipo de asalto del teniente Deirmir, pero se vieron perdidos cuando parte de los refuerzos se adentró por el extremo opuesto del Cuarto de Control.

No se tomaron prisioneros.

El lugar se sumió de pronto en un profundo silencio cuando no hubo soldado alguno que luchase en contra de las fuerzas invasoras. Deirmir señaló en dirección a la puerta de la Sala de Comando —un habitáculo rectangular de acero blindado, emplazado en el medio del lugar—, y sus obedientes subalternos dispusieron en ella una poderosa carga explosiva.

El teniente inhaló, sostuvo el aire en sus pulmones y dio la orden de activación. Las puertas de la sala salieron despedidas hacia los lados y una ráfaga de viento caliente se estrelló contra el rostro de los soldados. Casi de inmediato, un par de guerreros enemigos saltó afuera chillando y disparando sus armamentos con frenesí. Deirmir reaccionó velozmente y les colocó tres balas a cada uno en su cuello y rostro.

Cuando el polvo y el humo se dispersaron por completo dentro de la Sala de Comando, el teniente Deirmir observó con claridad una figura que permanecía de pie entre las pantallas de observación y las computadoras de control. Por el peculiar uniforme de combate y las insignias que portaba sobre sus hombros, estaba claro que era el general custodio del fuerte. Imperturbable, esperaba la llegada de sus ejecutores.

Atención, Base —dijo Deirmir mientras caminaba con cautela hacia el general—. Hemos controlado la Sala de Comando del fuerte.

¡Excelente, teniente! — explotó la voz en sus oídos —. ¿El general fue capturado o muerto?

El general ha sido…

Cuando se encontró cara a cara con el oficial enemigo, el teniente enmudeció. Confundido, dio un paso atrás y agitó la cabeza para asegurarse de que sus ojos no lo estaban engañando. Pero no se equivocaba: se trataba de él mismo, que lo miraba desde el otro lado con tranquilidad. El general —el otro él— hizo una mueca sardónica y entrecerró los ojos.

Aquella expresión produjo en el teniente Deirmir un escalofrío tan fuerte que, al llegarle a las manos, las hizo temblar hasta apretar el gatillo. El general se desplomó en el suelo como un saco de ladrillos. Deirmir lo observó con ojos vidriosos, apabullado por un repentino temor.

¿Cómo es posible? —murmuró con voz trémula.

¿Teniente Deirmir? Repita.

El general fue muerto… —señaló—. Pero existe nueva información mucho más relevante, Base.

¿A qué se refiere?

Al parecer, el enemigo posee, o ha construido, una Incubadora.

Un segundo de estática y silencio sacudió la comunicación.

¿Cómo ha llegado a esa conclusión, teniente? —escuchó entonces.

El general enemigo es un Réplica.

¡Un Réplica! ¿Puede confirmarlo?

Totalmente. Es un Réplica idéntico a… a uno de los nuestros.

El asombro y la confusión se apoderaron de las voces tras los intercomunicadores.

Cuando los soldados ocuparon la Sala de Comando, miraron con estupefacción el rostro del cadáver que yacía a los pies del teniente Deirmir. Éste, aún agobiado, ponderó en su mente las implicaciones de ese imprevisto descubrimiento.

Así como ellos mismos, el enemigo tenía ahora la capacidad de generar más y más soldados continuamente. Era posible que las nuevas tropas ya estuvieran siendo gestadas, listas para regresar al fuerte y reanudar la batalla, e incluso que toda la operación formara parte de una elaborada emboscada.

Controlen el fuerte y controlaremos la ciudad. Controlen la ciudad y la mitad de la guerra estará ganada”, había dicho el capitán Madubar. Ante un conflicto en el que ambos ejércitos poseían tropas imperecederas, ¿sería posible que alguno de ellos obtuviese la victoria? ¿Cuánto duraría entonces esa guerra?

Deirmir tragó saliva, hurgó de nuevo sus ojos y luego verificó el estado de su arma. Consciente de que el verdadero combate estaba por venir, se preguntó cuántas muertes más le esperaban de ahora en adelante…

1 commentaire:

Elena a dit…

¡Contentas de re-emprender el vuelo!

Ronald seguirá nuestros intercambios desde Venezuela, para ir viendo cómo su texto se transforma poco a poco.