vendredi 27 janvier 2012

Version LTMI, 2 (à rendre pour le 9 février)


Una brisa agradable de primavera acariciaba a la pareja del ático. Estaban sentados sobre unos gruesos cojines de colores chillones.
Frente a ellos el barrio de Gracia se extendía en un incongruente paisaje de casas bajas, muchas de las cuales aún conservaban sus primitivos tejados rojizos. Las superficies brillantes de los paneles solares que cubrían la mayoría de las azoteas permanecían inmóviles y en silencio. De noche desaparecía el omnipresente zumbido que acompañaba su lenta danza diaria en la búsqueda de los rayos del sol.
Gracia era el último superviviente de una ciudad de otros tiempos que los bohemios e intelectuales del siglo pasado habían salvado de la eterna especulación. Ahora el barrio permanecía aislado, diferente, amenazado por los altos edificios de diseño, los rascacielos y las nuevas colmenas.
Barcelona se había desarrollado aprisionada entre la costa y las montañas. Y desde el ático, en las noches más claras, podía adivinarse el mar a la derecha, y al otro lado, el monte que estaba siendo engullido por cientos de lucecillas. Cada una de ellas representaba una nueva construcción que como un ejército de insaciables luciérnagas avanzaba amenazando el Tibidabo, que todavía dominaba la ciudad desde su posición privilegiada.
—¡Enhorabuena! ¡Por nosotros! —la voz de ella resultó mucho más cálida de lo que pretendía.
—¡Por el hundimiento del Muro, por nosotros y por los ausentes! —las dos copas de cristal al chocar produjeron un sonido casi metálico.
La luz de unas pocas estrellas consiguió atravesar la capa de humedad para terminar de decorar una noche turbia y sin luna.
Albert se acomodó sobre los cojines y se acercó un poco más a ella para proponer otro brindis:
—¡Y por los viejos dioses!
—Repelente. No me seas repelente, Alberto Magno —Present buscó su bebida para honrar a esos dioses que ella nunca había conocido.
Él saboreó las burbujas que estallaban contra el velo de su paladar y cerró los ojos.
El sonido de una campanada se impuso sobre el murmullo de una ciudad que comenzaba a apagarse. Las notas de la antigua grabación reverberaron con dejes metálicos.
Dirigió su mirada hacia la torre de la iglesia y las dos curiosas campanas que permanecían inmóviles. Bajo ellas un reloj de dudoso gusto decimonónico proclamaba orgulloso que ya era medianoche.
—¿Qué vas a hacer con tanta pasta? —ella interrumpió sus pensamientos.
—Largarme. Lejos —echó otro trago—. A uno de los últimos paraísos en la Tierra.
—¿En serio crees que existen, Albert? ¡No me fastidies!
—Todo es cuestión de dinero. Algunos paraísos se pueden comprar —la interrumpió—. Y tengo echado el ojo a uno. Es una islita olvidada en medio de la nada.

Susana Vallejo, Switch en la red

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